ATRAPADAS ENTRE PAREDES

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Érase una vez en un castillo no muy lejano vivía un rey, su esposa la reina y su hija Anabela.

Un día parsimoniosamente nebuloso y de ambiente sobrio, la reina salió a cortar algunas rosas como de costumbre para su querida hija, mas sin embargo de manera descabellada se pinchó el dedo con una espina venenosa, provocándole un picazón tenaz y crudo, desmayándose apresuradamente.

Pero para su suerte uno de los guardias que la acompabaña por su seguridad se percató de tal descabellada desdicha, incrédulo y a la defensiva por si algún maleante había causado aquello. Sin respuestas y con el alma a mil latidos, la llevó en su caballo gris pura sangre hasta el palacio, y en el mismo momento de enigmas y confusiones por parte del rey, mandó a buscar sin perder tiempo al curadero de los suburbios de la ciudad.

«A su esposa le queda poco tiempo» declaró sereno en el momento de haberla analizado meticulosamente.

El rey, angustiado y escéptico, no podía tomárselo con calma. ¿Cómo podría manifestarle aquello tan fortuito a su hija? ¡Era aberrante!

Pasaron tres años después de la muerte de la reina.

El rey conoció a una mujer de la ciudad vecina cuyo nombre era Cristina y le propuso matrimonio luego de unos meses de haberse conocido con moderación, pese a que no tuvo ningún consentimiento por parte de la princesa Anabela, quien sentía recelo de aquella mujer enmascarada que sólo le interesaba el dinero.

Meses después la madrastra de Anabela le puso un veneno en la bebida del rey, una noche en el que fue astuta y se apresuró a ejecutar dicho plan cuando una de las criadas del palacio se perdió por el pasillo en busca de algo, el cual el veneno no dejaba rastro alguno en la sangre. Así que nadie supo de qué fue que falleció.

La princesa se hallaba preocupada y desolada, desconfiada de sí misma y de su propia sombra. No tenía ni idea de cómo iba ser su vida sin su padre el rey y sus apreciados consejos beneficiosos. Podría imaginarse el martirio recorrer en sus yugulares.

Pero como si fuese poco, Cristina, su madrastra, la encerró, llena de cólera por ver su desgraciada presencia y evitar que se arme algún caos por su culpa. Promulgó órdenes severas contra ellas, no podía salir, ni siquiera a tomar aire y eso la desalentó bastante a través de los días y semanas que pasaba en ese oscuro lugar, asemejada como una esclava sin libertinaje mínimo.

Una mañana como todas las anteriores que enfrentó allí dentro, Anabela logró observar una diminuta luz que se ensanchaba lentamente por sobre la pared de cemento, imaginándose que se trataría algo paranormal porque jamás la luz del sol que se adentraba por la ventana logró alcanzar aquella parte del muro. Logró ver un espécimen, un ser extraño y minúsculo, una cosa brillosa y grasiosa. ¿Qué era eso? ¿Será un extraterrestre? 

Anabela muy preocupada le preguntó que quién era, entonces el aludido respondió:

—Soy tu hada madrina, la que todo lo ve y analiza —respondió con una voz dulce y libre de amenaza—. Lo que estás experimentando es de suma inequidad y no puedo ver que la injusticia se esté adueñando de tu desgraciada vida. Así que te concedo un deseo, sé sabia con tu petición.

—Quiero salir de aquí —exclamó sin rodeos, demostrando el coraje en sus chispeante ojos zafiros.

—Tu deseo será cumplido, sé prudente con tus acciones si quieres verte triunfar con gozo y victoria.

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⏰ Última actualización: May 15, 2018 ⏰

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