"A buen entendedor, pocas palabras"

7 0 0
                                    

Miércoles. 8:12pm.

Llegó la hora de volver a casa. La oscuridad tiñó tanto al cielo como a las calles de la ciudad de un negro deprimente, como mi cabello. Yo ya me encontraba en camino. Un largo y aburrido camino. A falta de música, mi entretenimiento recaía en observar a cada cuerpo que se me aproximaba. Allí estábamos, pues. Éramos tres, quizás cuatro pasajeros en el colectivo. Ninguno coincidía en edad ni en características, pero sí en las expresiones que sus rostros reflejaban.

Uno de ellos vestía prendas de, supongo, trabajo. Lo apodé internamente como el laburante. Estaba apoyado en la ventana con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Aparentemente, estaba dormido o en proceso de vigilia. Al verlo, recordé las tantas veces que yo había me dormido en los cansadores viajes y me compadecí, pero no actué... Sólo imaginé.

El colectivo frenó de repente haciendo que el laburante se sobresaltara. Desorientado, viéndose su sueño interrumpido, se levantó tan rápido como pudo. Yo observé toda la secuencia y pude inferir que, debido a su siesta, se había pasado varias paradas. El laburante bajó en la siguiente, en una estación oscura y peligrosa. Admiré su valentía, digo, de encarar el peligro con tal naturalidad pues es algo a lo que no acostumbro. No quise voltear, sólo sé que quedamos tres pasajeros. Tres lugares adelante de mi se ubicaba un hombre de aproximadamente veintiocho años. Aunque me daba la espalda, pude notar como sus ojos no se despegaban de su celular. La tecnología nos consume las corneas, cegándonos. Por culpa de estas tentaciones yo debo usar anteojos. La conducta del hombre de 28 años, el millenial, comenzó a irritarme. Él no dejaba de grabar audios y escribir. No pude oír con claridad lo que decía por el ruido de las frenadas del colectivo.

Se llevaba el celular a la oreja, insistente, y parecía frustrado al no conseguir los resultados que pretendía. Yo al verlo supuse que el millenial atravesaba una crisis de pareja o discusión con alguien muy cercano. Quizás habían descubierto sus pecados y por eso se mostraba tan ansioso. Lo que fuera que le sucediese, se lo merecía, pensé. Y fue entonces cuando noté que me había equivocado.

El millenial bajó en un hospital. En el trayecto desde su asiento hasta la puerta de bajada, lo analicé con cuidado y las lágrimas recorrían su rostro como gotas de lluvia. Poco pude ver por la escasa iluminación del colectivo pero me bastó para sentir su dolor. Mis ojos lo siguieron hasta que bajó del colectivo, resignado. Husmeé un poco más hasta que entró por la puerta de emergencias de aquel hospital. No quise seguir mirando. Me sentí culpable y sucio por haber juzgado a un alma en pena.

Quedábamos dos personas allí junto con el chofer. Estábamos llegando a mi destino, al fin. Tuve que hacer un gran esfuerzo para pararme de mi lugar de paz, para salir a enfrentarme con las penumbras de la noche. Llegué a la puerta y, en cuestión de segundos, hice contacto visual con un chico de aproximadamente quince años que estaba sentado en el último asiento. Noté que su realidad sería más miserable que la mía. Llegaba unos pantalones cortos, a pesar de las bajas temperaturas, y una campera con el escudo de un club deportivo. Su mirada no transmitía mucho más que tristeza y enojo. Enojo con la vida, con su madre, con su padre, con todo el mundo. Su aspecto me pedía auxilio desesperadamente pero yo... ¿Qué iba a hacer? Ni siquiera puedo lidiar conmigo mismo. No estoy en condiciones de hacerme cargo de problemas ajenos, aunque quisiera no puedo. Mis fuerzas están estancadas, no hay dinamismo. Soy inútil, soy infeliz, soy insignificante.

Desvíe la mirada hacia el piso, cortando la conexión que había establecido con el padeciente. Lamenté hacerlo, no tenía opción. Me prendí el saco y pise suelo firme.

Caminando hacia mi casa me di cuenta que todos esos apodos que asigné a los sujetos eran puramente una proyección de lo que yo era, de lo yo soy.

El laburante representa el esfuerzo de levantarme todos los días para hacer algo que no sé si me completa, no sé si me encanta, pero que aún así es mi deber como hombre. Debo ganarme la vida, luchar para conseguir lo que quiero sacrificando y reprimiendo. El laburante es el soñador que va en busca del duende poseedor de la olla de oro.

El millenial era yo y mis ataques de euforia, por buenos y malos motivos. El millenial era yo y mis impulsos, mi pulsión de vida y de vida. Todo aquello que me es insoportable, desesperante; así como todo lo que me produce placer y necesidad de satisfacer ese placer en el instante. Ese lado que tanto temo de mi.

Y, claramente, el padeciente era yo en todo sentido. Padezco de voluntad y, en conjunto, padezco de iniciativa. Me derrumbo, porque carezco de cimientos que nivelen mi camino y me desvió, me pierdo. Padezco de claridad y luz, mi alma está apagada. Sé que mis problemas no se comparan con los del padeciente de 15 años pero nos une pertenecer a la misma categoría, mientras él se muere de hambre, yo me muero de tristeza. Mientras el millenial inicial sufre la pérdida de un ser amado, yo sufro la pérdida de mi esencia, porque así lo siento. Infiero y finalizo aquí concluyendo que mientras el laburante se parte el lomo, yo me parto la conciencia. Nos estamos matando en silencio, pedimos ayuda.

You've reached the end of published parts.

⏰ Last updated: May 25, 2018 ⏰

Add this story to your Library to get notified about new parts!

Help usWhere stories live. Discover now