The Wild Bunch

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- Los hombre de Texas Red vienen hacia aquí. - Dijo Atticus mientras cepillaba una yegua.

- No esperaba menos. - Contestó el extranjero. Estaba recostado sobre una pila de heno, el viejo sombrero sobre sus ojos, mientras fumaba.

- ¿Sabes quién es ese tipo, verdad? - Insistió Atticus - Ahora puede parecer alguien respetable, pero durante años, Texas Red era el cabrón desalmado más peligroso del territorio. Él y su banda, claro,  se dice que despellejaban y mutilaban a sus víctimas para echarle la culpa a los apaches. Cuando se cansó de la vida de forajido, colgó los revólveres y se asentó en Blacklake, compró el viejo rancho Dos de picas y desde ahí controla toda la comarca. El negocio del ganado le va incluso mejor que el de los asaltos a trenes y diligencias. Algunos incluso dicen que piensa presentarse a Gobernador... y ganar.

Al extranjero no parecieron impresionarle los antecedentes delictivos de Texas Red. Su única reacción fue sacarse el cigarro de su boca para dejar caer la ceniza.

- Tiene más de veinte hombres trabajando en el rancho ¿Lo sabías? - Siguió diciendo Atticus - Algunos de ellos antiguos miembros de su banda. Hijos de puta tan degenerados como él. Asesinos y violadores. Oye, amigo, sé que meto donde no me llaman. Si yo fuese un blanco que acabase de cabrear al mayor hijo de puta del territorio, no me quedaría en el primer sitio en el que me buscarían...

El pistolero terminó de fumar, arrojó la colilla fuera del establo, en la calle principal y se levantó.

- Tranquilo. - Dijo - No estaré aquí cuando vengan.

El sol quemaba, alto sobre Blacklake cuando Texas Red y sus hombres llegaron a la ciudad. Precedidos por una nube de polvo y el estruendo de los cascos de sus caballos, dieron tiempo a la poca gente que aún no se había ido a parapetarse tras sus ventanas desvencijadas, esperando a que al extranjero le llegase la muerte.

Allí estaban, los veinticuatro mayores hijos de puta al oeste del Pecos. La peor calaña con la que podía cabalgar alguien. El menos malo llevaba en su conciencia el peso de dos muertes e innumerables robos y atrocidades. Otros podrían ser ahorcados varias veces en media docena de estados y aun así no podrían expiar sus culpas.

Permanecían erguidos en sus caballos, a la entrada del pueblo, bajo el sol abrasador del desierto, cociéndose en su propio sudor. Todos iban armados con armas de gran calibre: escopetas, rifles Winchester e incluso algún Sharps. La calle de Blackgate estaba desierta, ni rastro del extranjero. Texas Red salió de entre el grupo de salvajes que había llevado hasta allí y se colocó a su cabeza, escudriñando el pueblo.

- Entrad. - Ordenó.

Sus hombres entraron en el pueblo al trote, vigilando las esquinas, dispuestos a disparar contra cualquier cosa que se moviera. Sin embargo, no repararon en el pequeño montículo que se levantaba en el medio de la calle. Tampoco vieron al extranjero desenfundar su revólver desde el tejado del saloon y disparar contra el pequeño promontorio en la calle, provocando que el cartucho de dinamita que había escondido dentro explotase.

La detonación hizo temblar los mismísimos cimientos de Blacklake. La onda expansiva y la metralla se llevaron al menos a una docena de bandidos y caballos. Los más afortunados habían muerto en el acto, otros yacían en el suelo desangrándose, con las tripas al aire. Los que se habían salido indemnes de la explosión pero habían quedado descabalgados disparaban a ciegas, cegados por el polvo que había levantado la explosión. Los que quedaban a caballo levantaron sus armas hacia el pistolero solitario.

Cinco balas. Cinco disparos. Cinco jinetes caían muertos al suelo sin haber disparado sus armas. Los que quedaban vivos abrieron fuego contra el extranjero, que se ocultó tras el letrero del saloon evitando la descarga mortal.

Parapetado en medio de la tormenta de balas, extrajo las vainas vacías una por una y, cuando hubo metido otras seis balas en el tambor de su Colt Walker, salió de su escondite. Dos de los hombres de Texas Red seguían a caballo, otro de ellos, herido, disparaba tumbado en medio de la calle. Los jinetes fueron los primeros en morir. Apuntando con cautela, el extranjero les metió una bala en el ojo a cada uno. El herido había acabado con las balas de su revólver e intentaba arrastrarse hacia una esquina. Era inofensivo.

El extranjero bajó a la calle. Lo único que se oía eran los gemidos del herido mientras reptaba. De pronto, se abrió una de las puertas que daban a la calle principal y apareció un tipo con una escopeta. El extranjero le metió dos disparos en el pecho.

El silencio fue roto por dos detonaciones a su espalda. Se volvió, pistola en mano, para ver los cadáveres de dos bandidos tirados en el suelo y las armas humeantes de Atticus y Morgan.

- No eres tan bueno como crees, amigo. - Dijo Atticus con sorna, apoyando el cañón del Winchester sobre el hombro.

El pistolero miró a Texas Red, que había visto la escena desde la seguridad de la distancia. Los dos hombres se quedaron mirando, sabiendo que uno de los dos no habría de ver otro amanecer.

Texas Red volvió grupas hacia su rancho y huyó.

El viento que nunca duerme Donde viven las historias. Descúbrelo ahora