Vivirnos

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Noche de micro abierto en una de las salas más famosas de Barcelona. Obviamente, ni mis amigos ni yo podíamos perdernos ese evento que se hacía muy puntualmente. Ponían un escenario profesional a disposición del todo aquel que quisiera subirse.

Cada solista o grupo salía, se presentaba y tocaba un tema. Sin jurado, sin presión, no se trataba de ningún concurso, era solo por el gusto de compartir música con otros artistas desconocidos.

Canté Georgia On My Mind con solo de trombón, aprovechando la libertad de usar instrumentos que el evento me daba. Satisfecho con el resultado, me quedé entre el público, disfrutando del talento de los demás.

Y de repente, ella. Una canción que no había escuchado en mi vida, que mezclaba diversos estilos como si de un popurrí extraño se tratara. Pero la mezcla tenía sentido, la chica a manos del piano, dueña de una voz maravillosa y de un aura especial, se lo daba.

Libre y mágica, disfrutona, desenfadada y diferente. Muy diferente. Amaia, que así dijo que se llamaba, me hipnotizó como el mejor de los ilusionistas, volviéndose repentinamente necesario para mí el saber más de ella. Varios artistas más pasaron hasta que me decidí.

- ¿Tienes teléfono? - pregunté después de acercarme a ella-.
- ¿Cómo? - me miró extrañada-.
- Que si tienes teléfono - repetí mostrándole el mío-.
- Claro. ¿Por?
- Porque pareces una de esas personas que viven sin móvil.
- Pues no, soy una persona normal - sonrió-.
- Allí arriba no lo parecía - ahora el que sonreía era yo-. Todo lo contrario, en realidad. Me ha encantado, ha sido muy especial.
- Jo, pues muchas gracias... ¿Albert?
- Alfred.
- Ay, perdón, ¡Qué horror! - se disculpó avergonzada, como una niña pequeña-.
- No te preocupes, Amaia. Es normal que no te acuerdes, somos muchos.
- Tú sí que te acuerdas del mío.
- Sí - respondí seguro y ella desvió la mirada hacia sus uñas, inquieta-.
- El trombón, me ha encantado... Digo, tu actuación.
- Gracias - sonreí-.
- Era jazz, es... raro. Tocar jazz, aquí. Todos son como más pop, no sé...
- El jazz mola. Yo tengo una banda de jazz, grabamos cosas juntos, así en plan handmade.
- ¡Buah, que guay! ¿En serio? - exclamó, asentí y  ella se mordió el labio inferior-.
- Te muerdes el labio - pensé en voz alta-.
- Sí.
- Mola.
-¡Amaia, vamos! - apareció de la nada una chica con flequillo para tirar del brazo de Amaia hacia la puerta-. Está Luis esperando con el coche en doble fila.

A Amaia no le dió tiempo a reaccionar ni a mí a despedirme, pero la última mirada que cruzamos gritaba a favor de un próximo encuentro.

Busqué a Amaia en todas las redes sociales posibles. Me fue imposible encontrarla, básicamente porque únicamente sabía su nombre.

Alfred García. Le encontré. No fue nada difícil. Tenía todas las redes habidas y por haber, discos autoeditados a disposición de quien quisiera escuchar... y ¡bingo! Calendario de próximas actuaciones con la banda de jazz. Aquel mismo viernes por la tarde en un local de El Prat. Él no lo sabía, pero teníamos una cita.

Flipando, simplemente fascinada con todo lo que este chico sabía hacer. La versatilidad, los temas propios, la interacción con el público, el trombón y el rollazo.

Se me acumulaban adjetivos mientras le observaba bajar del escenario desde la barra.

- ¿Amaia? - pregunté al llegar a su posición, era ella. Real-.
- ¡Alfred!
- ¿Qué haces aquí?
- Vi que dabas un concierto y me apeteció pasarme.
- ¿Cómo supiste que tocaba aquí?
- Porque te busqué en redes.
- ¿Y se puede saber cómo? Si tú no tienes de eso... No te encontré.
- No las uso mucho, la verdad, y admito que no soy fácil de encontrar. No me van nada...
- ¡Ves como tenías pinta de no usar móvil! ¿Prefieres el cara a cara? -  asintió sonriendo-. ¿Y, bueno, qué te ha parecido?
- Buah, Alfred. Ha sido increíble - respondió expresiva-.
- Gracias. ¿Has venido sola?
- Mmm.. Sí.
- ¿Y tienes hambre?
- ¡Mucha! Ahora me comería, no sé...
- ¿Una pizza cuatro quesos? - como si hubiera pronunciado las palabras mágicas, a Amaia se le encendieron los ojos-. Conozco el mejor sitio.

Cómo comía Alfred. Llevaba unos minutos empanada mirando la cara que ponía al morder la pizza. Me parecía lo más mono del mundo y se lo tuve que decir.

- ¿De verdad que te parezco mono comiendo pizza?
- Buah, un montón, Alfred. ¡Mira qué carita!
- Tú eres preciosa. ¿No te duele la cara? De ser tan guapa, digo.
- Ay, Alfred, por favor. Me voy - contesté sintiendo entre vergüenza ajena y diversión-.
- ¿Y vas a dejar ese trozo de pizza ahí, para que me lo coma yo?
- Bueno, me quedo, me has convencido. ¿Sabes? Me han gustado mucho tus discos.
- ¿De verdad? Qué guay... Me habría encantado poder decirte lo mismo, el otro día te escuché cantar demasiado poco. ¿Qué canción era ésa, la que cantaste?

Le expliqué el popurrí, lo que solía cantar normalmente, que me encantaba experimentar con mil estilos distintos. Que me fliparía cantar flamenco bien, que adoraba tocar clásico con el piano.

Él tenia como dioses particulares a Leiva y Michael Jackson, como raíz las calles de su ciudad, compositor desde siempre, creador de todo lo posible, culo inquieto y solidario.

Alfred no tardó muchos meses en descubrir que yo era un desastre, ni yo en corroborar que él era tan ordenadito como parecía.

Perseverante y constante con todo. Puntual en cada cita, salvador de móviles perdidos entre sábanas, experto en horarios del tren Pamplona-Barcelona.

Yo, despistada de todo menos de él. O bueno, despistada también con él pero experta en aprenderme sus lunares y flipar con sus canciones dedicadas a momentos tan súmamente específicos que ni siquiera recordaba haber vivido. Aprendiz en desarmarme ante el Alfred amante y también ante el formalito, con respuesta para todo, que me cogía la mano y me hacía sentir en casa.

Ella, el ser más desordenado de la tierra. Tan imprevisible como irremediablemente fiel a ella misma. Venida de Venus, de Marte o de algún otro planeta pionero en dejarme en visto durante horas sin darse cuenta. De seguro, extraterrestre.

Capaz de mirar con ojos de niña de dos años el mundo y de sorprenderse ante cada beso. Capaz también de hacer que me tiemblen las piernas con una mirada de las otras, de las de mujer más poderosa del mundo.
La mayor de las magias y de mis suertes. Dueña de adueñarse de cada centímetro de mis ganas, musa de todo.

Amaia, la única rival de la música en la batalla para postularse como amor de mi vida.

Éramos dos seres raros, únicos, inevitablemente destinados a vivirnos.

Almaia - Vivirnos -Donde viven las historias. Descúbrelo ahora