15.

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Amaia estaba plantada delante de su provisional armario pensando en que podía ponerse esa tarde. Alucinaba consigo misma, nunca, pero nunca, durante los viajes, era capaz de deshacer la maleta y meter todas sus cosas bien colocadas en un armario. Ella misma se lo decía, era un caos, pero esta vez la cosa había ido diferente, no era la primera vez que dormía en esa casa pero si que era la primera vez que dormía en esa habitación, la habitación de invitados.

Suspiró resignada, no estaba inspirada para pensar en que ponerse así que, como si de inspiración se tratase, se tumbó en la cama mirando al techo esperando alguna señal.

La mañana había sido dura y larga, habían empezado con mal pie y habían seguido igual la mayor parte de ella, pero, hacia el mediodía, hubo un par o dos de pases decentes, según Manu. Les sugirió que, para el siguiente ensayo, fuesen más mentalizados y preparados con la situación y ya de paso, si les apetecía, les aconsejó que hablasen, que lo necesitaban.

Recordó lo que acababa de suceder, minutos atrás, en el comedor de esa misma casa. No sabía donde mirar, no es que no se sintiese cómoda en ese ambiente sino que más bien se sentía cohibida. La escena era de lo más normal del mundo, una familia comiendo tranquilamente alrededor de una mesa con las noticias del telediario del mediodía sonando por la sala, pero, lo que en cierto modo le daba vergüenza era que todos los ojos de los presentes estuvieran puestos en ella, observando sus movimientos, gestos y muecas. No podía parar de pensar que si ella hubiese querido, si hubiera sido más valiente en el pasado, esta situación se hubiera podido repetido mil y una veces en un futuro, pero no lo quería, no estaba preparada, no quería dar un paso atrás y volver al principio.

De tal palo, tal astilla dicen y si Alfred en si ya comía lento, su familia no se quedaba atrás. Lentos, pausados y calmados, así eran ellos, completamente diferente a su familia que eran caóticos, exaltados y rápidos. Eran la noche y el día, el blanco y el negro, norte y sur; diferentes pero encantadores y especiales a su manera cada uno de ellos.

Unos golpecitos en la puerta la hicieron aterrizar de sus pensamientos y antes de que fuera capaz de decir un «Adelante», alguien abrió la puerta y entró. Por un segundo, a Amaia se le paró el corazón con temor a que la persona que ocupaba su mente día y noche entrase a su provisional habitación con alguna intención, pero, en realidad no hacia falta preocuparse por nada, ya que era él.

-¿Estás lista cariño? -una pequeñita Chus se asomó tras la puerta para comprobar el estado de la situación pero al ver a la joven tumbada en cama y aún con la ropa de andar por casa se preocupó-. ¿Estas bien? ¿Te encuentras mal? Necesitas algo ¿agua? ¿ibuprofenos? ¿compresas?

-Chus tranquila, estoy bien -rio ante la reacción de la que un día fue su suegra-. Sólo estaba pensando.

-Ah, ya veo -lentamente la mujer cerró la puerta tras de si y se acercó decidida a Amaia-. Cariño, ya sabes que si no te apetece venir sólo hace falta que lo digas, pero, ya sabes, es bueno que os vean juntos.

-Sí, ya sé. Y tengo ganas de ir con vosotros -durante la comida le habían contado que una tía de Alfred estaría firmando sus libros en La Rambla de Barcelona y que sería todo un pecado que no ir con ellos a pasear por Barcelona en un día tan especial como ese, un día donde en las calles se respiraba un ambiente mágico, donde se podían ver flores allá donde se mirase y donde el amor era la esencia de todo-. Pero... nada, era una chorrada.

-Cuéntame, tranquila, seguro que no es una chorrada si te tiene así pensando -insistió Chus con todo su cariño. Le tenía mucho aprecio a Amaia. Ella y Alfredo la querían como una hija más, la adoraban y la ayudaban en todo. Les daba igual lo que pudo haber pasado entre ellos dos, no los juzgaban, sus problemas eran sus problemas y en eso ellos no se meterían. Además, Amaia había ayudado mucho a Alfred a superar demonios interiores, le había traído la luz a su mundo oscuro y eso, no se podía olvidar jamás

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