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El río, donde daba la vuelta, era ancho y casi dividía la ciudad en dos. 

Tardaba unos veinte minutos en alcanzar el lugar donde colgaba el puente blanco. Me gustaba aquel sitio. Antes, siempre me reunía allí con Jin, que vivía al otro lado del río, e incluso después de su muerte siguió gustándome. 

Mientras descansaba en el puente desierto, envuelto en el rugido del agua, bebía despacio el té caliente que llevaba en el termo. El dique blanco continuaba impreciso hasta el infinito y, entre la neblina del amanecer, la ciudad aparecía rodeada de bruma. Era como si yo, dentro del aire frío, transparente y punzante, estuviese en un lugar cercano a «la muerte». En realidad, sólo en aquella escena de soledad cruel, austera y límpida, podía respirar sin esfuerzo. ¿Gozar haciéndome daño? No era así. Porque, de no existir esos momentos, no hubiera tenido ninguna confianza en que pudiese irme bien el día que venía a continuación. Por entonces yo necesitaba con bastante intensidad aquella escena.

También aquella mañana me había despertado sobresaltada tras una noche de pesadillas. Eran las cinco y media. En el amanecer de un día que prometía ser despejado, yo, como siempre, me vestí, salí de casa y eché a correr. Era aún oscuro y no había nadie. La atmósfera estaba silenciosamente helada y la ciudad ofrecía un vago color blanco. El cielo azul oscuro, allá por el este, iba tomando poco a poco una gradación rojiza.

Intentaba correr animado y, a veces, cuando sentía que me faltaba la respiración, me venía al pensamiento la idea de que correr tanto sin haber dormido apenas era maltratar mi cuerpo. Pero mi cabeza medio dormida la descartaba ya que, así, cuando regresaba, podía conciliar el sueño. Al atravesar la ciudad, donde reinaba un silencio absoluto, era difícil conservar la conciencia clara.

El rugido del río se acercaba y el aire cambiaba por segundos. Un día hermoso y despejado empezaba a nacer a través del cielo azul traslúcido. 

Cuando alcanzaba el puente, siempre me apoyaba en la baranda y miraba la hilera de pálidas casas brumosas que se hundían vagamente en el fondo celeste. El fragor de la corriente resonaba, y el agua lo arrastraba todo, blanca y espumeante. El sudor se secaba y la brisa fresca del río me acariciaba el rostro. La media luna se veía muy clara en el frío cielo de marzo. Mi aliento era blanco.

Quité la tapa del termo, me serví té y lo bebí sin apartar mis ojos del agua.

Moonlight Shadow » NamJinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora