En la plaza los niños contemplan curiosos al mendigo, les parece un extraño viajero, sucio y cubierto de pelo, como un explorador de película. ¿De dónde vendrá?, piensan. ¿Por qué se cree que el banco es su cama? Sin embargo, poco después, como la curiosidad se les acaba pronto, corren de nuevo sin rumbo fijo en busca de otra cosa, de algo nuevo que acapare su atención. Algo que les parecerá curioso sólo a ellos, un charco, un pajarillo de ala rota, un papel de periódico que vuela sin saber cómo, quizá hechizado por alguna extraña magia, cuando el único hechizo verdaderamente mágico es su infantil curiosidad.
Los adultos les ven pasar y el tiempo les falta para esquivar su carrera. Dichosos críos, protestan, sin saber que están diciendo una gran verdad: pues la dicha serpentea entre esos pies pequeños confiriéndoles una presteza, una energía, una magia que los hechiza. Dichosa magia, curiosidad inagotable. Esto los adultos no lo comprenden, ahora ellos buscan la dicha en otras cosas, más lejanas, más irrealizables, cosas que los niños no comprenden todavía. Y así pasan veloces sus vidas, las de niños y adultos, sin comprenderse, por fácil que parezca todo de explicar; aunque, eso sí, anhelando cambiarse unos por otros, pero sin saber exactamente por qué. Puede que para saber qué es lo que desea el otro, todos creen que los deseos ajenos son más sencillos, más realizables. Unos y otros piensan que la propia es una vida con menos libertad. Imaginar más dichoso al prójimo nos hace también más desgraciados. Imaginar más desgraciado al vecino es un placer pasajero, como la curiosidad.
Un perrillo, atado a una farola, ladra y lloriquea en dirección a una tienda de comestibles. Impaciente, reclama a su dueño en su idioma de perro, un idioma que nadie entiende, puede que ni siquiera otros perros. Los niños lo miran curiosos, no le gusta estar atado, dice uno de ellos. No saben que lo que de verdad le pasa al perro es que no entiende porqué no puede entrar en la tienda con su amo y permanecer junto a sus pies, como hace siempre. Teme, tiene pánico de que su dueño lo deje allí solo, atado de por vida, que lo deje y no vuelva nunca, y el corazón lleno de angustia quiere salírsele por esa boca sembrada de afilados dientecitos blancos. Una señora mayor, bien vestida, pasa inconsciente junto al perro, y éste, sin saber ni él mismo porqué, la muerde en una pierna. Los niños ríen dichosos, entre carcajadas señalan a la mujer y al perro. Ella grita. El perro ya no ladra, tiene ocupada la boca. La mujer sacude la pierna para librarse del perro y éste, al final, la suelta porque se ha acordado de algo más importante, de su dueño, y vuelve de nuevo a ladrar en dirección a la tienda, como si nada hubiera pasado. La mujer pregunta a los niños que si el perro es de ellos, ellos responden felices que no y ella se marcha refunfuñando algo sobre poner una denuncia. No cojea ni le sangra el mordisco, de modo que tampoco la habrá hecho mucho daño. De la tienda sale el dueño del perro, también como si nada hubiera pasado. Lleva un par de bolsas llenas de comida, para él y para su pequeño amigo, y suelta al perro que ya no ladra, dichoso por haber recuperado a su amo a quien ya consideraba perdido. Los dos se marchan calle abajo, juntos, felices, y los niños corren en dirección contraria, en busca de otra aventura.
Una pareja de novios discute en una esquina. Ella le recrimina que ha llegado otra vez tarde. Él, cansado de todo, fuma un cigarrillo y mira para cualquier parte menos para la chica. No sabe qué hacer con ella, nunca nada es suficiente, de su mano cuelga un ramo de flores rechazadas, rosados capullos que miran al suelo, inertes, cortados en vano. Ella no pide flores, no necesita que le regalen la luna cada noche, ni cenas a la luz de las velas. Sólo pide que él la haga sentir que todavía la quiere, que la mire cuando le habla, que no rechace su mano al pasear por la calle. Que la bese más a menudo. Sólo eso. Que sí, que ella ya sabe que la quiere mucho, más que a su vida, pero es que a veces no lo parece. Lo que pasa es que no nos comprendemos, responde él tajante. Aquellas palabras parecen una despedida, una sentencia de muerte, y ella se lleva las manos a la cara y rompe a llorar. Pero no es el llanto de una niña furiosa, es un llanto que ya se acumulaba en la garganta quién sabe por cuántos días. Y él mira hacia el suelo, quiere abrazarla pero no puede. Quiere besarla y decirle cuánto la ama, pero su cuerpo no le obedece, es como si no le perteneciera. Sólo fuma su cigarro que se consume, como la paciencia, como las ganas de seguir adelante, como un amor no confesado. Es verdad que no se comprenden. Él no comprende el porqué de sus exigencias, las considera infantiles, de niña romanticona. Ella no sabe, no comprende, que él malgasta su vida en un trabajo miserable, que el dinero nunca le llega para nada, que quisiera poder tratarla como una reina, que llora por las noches pensando que no la merece. Pero cómo va a comprenderlo ella, cómo va a saber si él nunca le ha confesado estas cosas. Es verdad que no se comprenden pero, quién lo hace hoy en día. Ella se marcha llorando sin saber hacia dónde, él tira las flores al suelo y deja que se vaya, ya volverá, piensa. El muy tonto se cree tan fuerte. Pero al poco se da cuenta, la angustia le despierta como una jarra de agua fría en la cabeza. Le duele el alma, la respiración le falta, un trozo de su corazón se ha marchado calle abajo, llorando, con las manos en la cara. Pero él no es un perro atado a una farola, corre tras su amada, su dueña, con todas sus fuerzas, la coge del brazo y la besa con violencia en las lágrimas. Saben saladas pero no importa, él también tiene ahora. Y se la come a besos y la abraza y acaricia fuerte sus manos, como si fuera el primer día, o el último. Y a su lado, los niños gritan: que se casen, que se casen. Él hace como que va a por ellos y los críos salen corriendo, riendo dichosos. Los novios también ríen ahora. ¿Dónde has dejado las flores?, dice ella secándose las lágrimas. Él se mira las manos y responde: no me acuerdo.
Al doblar la calle, los niños ven otra vez al perro de antes, atado a una señal de tráfico, ladrándole a una farmacia. Vamos a ver si muerde a otra señora, dice uno, y todos riendo esperan impacientes a que alguien pase.
Y allí queda la plaza, quieta, repleta, como un país, como una planeta lleno de gente. Gente que no se comprende, gente de curiosidad pasajera. Gente que espera, que quiere, que ama en silencio. Que ladra y se consume. Que se hieren unos a otros voluntariamente, pero sin desearlo. Que espera y que anhela. Niños y ancianos, novios y perros.
Sólo gente.
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En la plaza
Short StoryGente que habita las plazas, todos tan diferentes y tan parecidos al mismo tiempo. Cada uno con su propia historia y cada historia interconectada con la de los demás. ¿Has habitado tú alguna de esas plazas? Quizás aparezcas en este relato.