Acto I: El naufragio

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El  impetuoso empuje del viento contra el velamen y el abrupto oleaje que calzaba el casco, balanceaban bruscamente aquel navío extraviado. El poniente había comenzado a orquestar una tormenta. Los truenos, implacables percusionistas, ensordecían los oídos de los asustados marineros. En la lejanía de babor, oscurecido por el manto de la noche y la lluvia torrencial, un gigantesco remolino negro, capaz de engullir una isla entera, se manifestaba como las voraces fauces del océano.

“Ícarus Baea” eran las palabras que adornaban la popa de aquel barco, y que a su vez hacían de nombre del mismo. Se trataba de un viejo bergantín, con un aparejo desgastado y maltratado, que hacía lo posible por mantenerse a flote en aquel mar de titanes. Algunos tripulantes resbalaban y caían por la borda, entrampados por la encharcada cubierta. Otros, arrastrados a la locura por el pánico, simplemente saltaban. Fuere como fuere, a todos les esperaba lo mismo: una muerte submarina y agónica. Masacrados por las olas o engullidos por aquella espiral infernal, daba igual. Y entre todo ese caos, un valiente hombre conservó la poca esperanza que quedaba, intentado liberar el cabo que amarraba uno de los botes. Buscando, desesperado, una salida.

Finalmente, el cielo y las olas sentenciaron a la embarcación, y al partirse en dos la quilla, el navío comenzó a desmoronarse rápidamente, como un castillo de arena barrido por el oleaje. En pocos segundos, el Ícarus Baea se convirtió en meras astillas a la deriva. Y uno a uno, los marineros fueron arrastrados a las profundidades abisales del océano, para morir ahogados y congelados, y no necesariamente en ese orden. Todos perecieron, menos aquel valiente que, en el último momento, logró rescatar un bote. Su nombre era Soren Tannhäuser, pelo rojo y ojos claros, metro noventa de alto y complexión fuerte y atlética, treinta y pocos años, y un rostro agraciado, aunque ajado por el tiempo. Los quince años que había vivido como marinero y tripulante no le habían tratado del todo bien. Y más de la mitad de esos años había navegado codo con codo con muchos de los hombres que, en ese momento, morían ahogados entre las sombras del mar. Por ello no pudo evitar llorar, ni tampoco honrarles.

-Ojos, guardad esta imagen en memoria de aquellos que flotan en el mar. Labios, rogad a los Aityr por la salvación de sus almas y por un mejor desenlace para este bote. Manos, empuñad esta madera con fuerza y brío, pues es lo único que nos separa de la perdición.

Como arrancado de aquel infierno por ángeles, el bote se alejó del remolino, hasta que las nubes negras solo eran una oscura corona de nubarrones en el horizonte. Y fue entonces, lejos de aquel mal, cuando entonó las siguientes palabras:

-Eternamente agradecido al Cielo. Ahora puedo decir que yo vencí a la Muerte.

La Doncella de HieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora