El Taller de Martua

7 1 1
                                    

El barrio Le Marais, antes de las tiendas de ropa lujosa y las calles atestadas de turistas, era el hogar de un taller de juguetes conocido en todo París por confeccionar las más hermosas muñecas de porcelana.

Su dueño, Martua Feraud, era un hombre anciano que disfrutaba especialmente con su trabajo. Siempre con una sonrisa en el rostro, dedicaba extrema atención a cada juguete en el que trabajaba, esmerándose especialmente en las muñecas que le habían hecho famoso. Tal era su dedicación que era extraño verlo abandonar su área de trabajo para nada mas que atender el mostrador de su tienda, recibir materias primas y la compra semanal que encargaba cada lunes.

En lo personal, me gustaba especialmente realizar las entregas al señor Martua Feraud pues, pese a tener que cargar varias bolsas de gran peso muy temprano en la mañana, era propenso a entregar una propina considerable por el servicio prestado.

Fue, de hecho, uno de esos lunes extrañamente ociosos en la tienda de padre cuando me vi con tiempo suficiente para quedarme a escudriñar las estanterías repletas de coloridos juguetes para los que estaba ya bastante mayor. No tardó mucho tiempo en salir de la trastienda el anciano aún armado con aguja y dedal, realizando las mismas preguntas sobre mi padre, mi madre, mi hermana, la tienda y mi futuro que solía repetir cada semana. Sin embargo, en aquella ocasión me vi incitado a mantener una conversación más extensa con aquel hombre de buenas propinas.

En un comienzo parecía extrañado de mi repentino ataque curiosidad, pero pronto se encontró claramente cómodo con la conversación y las preguntas que le hacía de tanto en tanto. No obstante, cuando le pregunté porqué se esmeraba tanto en sus creaciones pareció sentirse profundamente incómodo y solo respondió "Los juguetes, señor Delacroit, deben ser realizados siempre con extremo mimo y atención al detalle, siempre deben llevar consigo un trozo de tu corazón. Tienes que darles almas con tu esfuerzo, pues aquellos que van a jugar con ellos sienten y aprecian el amor que hay impregnado en la madera y la porcelana". Después de aquello, volví a la tienda de padre para recoger el encargo de la señora Amelie y no volví a la pasar por la tienda del hombre hasta el siguiente lunes por la mañana.

En aquella ocasión, la alegre tienda tenía un tono especialmente lúgubre. Un gendarme esperaba junto a la puerta observando con curiosidad las muñecas de la repisa, tan ensimismado estaba que no notó que entraba por la puerta. Dentro, las repisas caídas y los juguetes rotos esparcidos por el suelo hicieron que soltara de golpe las bolsas que cargaba. Me dirigí a la trastienda cuando unas voces provenientes del interior me hicieron parar en seco.

-¿Fue un robo?

-Tiene pinta... Pero esto... ¿No es demasiado? ¿Quién podría hacerlo?

-¿Su hijo?

-No, el anciano vivía solo aquí.

Conseguí reunir el valor para echar un vistazo a la sala. En ella, un hombre desconocido se encontraba tirado en el suelo con una navaja puesta en su pecho. Sus brazos y piernas se encontraban cercenados y colgando de hilos de marionetas a medio hacer, su torso visiblemente destrozado tras un chaquetón negro, había sido arrastrado desde varios metros desde una silla vacía. Lejos de la carnicería, tendido en una vieja cama y rodeada por un sin fin de muñecas, se hallaba el cadáver del anciano Martua, vestido con un pulcro traje negro y con una horrible herida en el cuello visible a simple vista. Entre ambas escenas se encontraban dos gendarmes, quienes se habían quitado el gorro y parecían observar el escenario del crimen con una mezcla de miedo, asco y pena.

Fueron estos los que tras notar mi presencia, me detuvieron para hacerme una serie de preguntas sobre mi relación con el artesano. No fue sino hasta la llegada de padre cuando decidieron dejarme ir.

Al funeral de Feraud acudieron muchos de sus clientes y vecinos, entre los que se incluía mi padre, quien lloraba apenado y sin motivo aparente la muerte de aquel hombre. Cerca del ataúd, un hombre viejo trajeado me miraba fijamente con un paquete en la mano y ojos llorosos. No fue hasta el final del funeral que se acercó a mi diciendo que era el hermano del señor Martua y que este me había dejado algo en herencia, tras lo cual me entregó la caja que llevaba en la mano y se retiró de la sala.

Se trataba de un pequeño muñeco finamente trabajado vestido como suelo ir usualmente a repartir. No puedo explicar el porqué me alegró enormemente recibir el regalo. Sin embargo, no podía dejar de pensar en la tétrica escena de la que fui testigo en el taller, dándole vueltas a las palabras del viejo artesano mientras veía la perfectamente pintada cara del muñeco en mis manos. Quizás el arduo trabajo que aplicaba a los muñecos hacía algo más que impregnar sus obras de amor, quizás a eso se refería con darles alma. Mis pensamientos me hicieron estremecer cuando recordé el cuerpo desmembrado de aquel hombre. A continuación dejé el muñeco en la estantería sobre la que estaba el tarro con las propinas de Martua e intenté borrar de mi cabeza aquella escena.

El Taller de MartuaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora