Los secretos del Mediterráneo

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El tercer puñetazo sonó seco, muchos más que los dos anteriores, señal de que se había fracturado el hueso del pómulo. La cara de Gregory se hallaba ahora parcialmente cubierta de sangre, aunque no dejaba de reírse con ese sonido nasal, más parecido al gruñido de los cerdos, que tienen las personas con obesidad mórbida.

El agente García sacó el 38 especial corto que le había comprado a un traficante de armas cuando le expulsaron del cuerpo por embarrarse demasiado en este caso, que ya de por sí estaba lleno de mierda. Introdujo el cañón entre los dientes picados de Gregory.

Al sonido del revólver amartillándose sólo le siguió el leve tintineo de la lancha de los dos agentes chochando con la quilla del pequeño yate. Y la respiración cada vez más acelerada de López, que contemplaba la escena desde detrás con una mueca severa.

- ¿Dónde están los niños? - preguntó García marcando exageradamente cada sílaba.

Gregory, que ya no reía, lo observaba serio y en silencio, con más desdén que miedo. Miró a López y luego a García.

- ¿Qué niños? - le respondió en un español pobre y con marcado acento griego.

Santiago García acabó de perder los estribos y soltó el cuello de Gregory mientras gritaba:

- ¡Dónde están los niños! ¡Maldito hijo de puta! - Abrió un armario que contenía vasos, botellas y otros objetos y los tiró al suelo mientras seguía gritando desesperado. Arrancó el pequeño mueble de sus soportes y también lo arrojó. López se acercó a Gregory mientras García inspeccionaba la superficie dando golpes con la culata del revólver intentando inútilmente hallar alguna puerta oculta. Tenían que estar allí.

-Escúchame, pedazo de mierda - dijo López mientras se ponía en cuclillas al lado del griego-. Esto se ha acabado. Dinos dónde están los críos.

Gregory empezó a reírse genuinamente mientras retozaba semidesnudo sobre un charco de sudor y sangre. López se puso en pie y lo observó tirado en aquella esquina del barco. Los calzoncillos de 100 euros que llevaba puestos no le devolvían en absoluto ningún tipo de dignidad.

García, ciego de rabia y movido más por las tripas que por el cerebro, estaba detenido en mitad del yate y miraba desesperado a un lado y al otro. Intentaba encontrar una pista que le condujera hasta los tres niños sirios que buscaba desde hacía un mes y que le habían costado su trabajo y aparecer en un motón de listas negras. Y que ahora, lo habían llevado hasta al yate de aquel cerdo pedófilo en mitad del Mediterráneo.

Santiago se sentía como un perro ciego dando vueltas en círculo. Olfateaba que había algo, pero no podía verlo. Se acercó a la mesa principal, situada bajo el gran televisor de pantalla plana, y la derribó con un movimiento violento.

Todas las botellas de vodka empezadas y la cocaína que había sobre la mesa volaron por los aires como si estuvieran en una cápsula sin gravedad. García abrió el gran cofre situado bajo la mesa, pero sólo encontró más vodka, juguetes sexuales sadomasoquistas y disfraces infantiles.

Aunque el Mediterráneo se había levantado un poco alborotado, García permanecía estoico en mitad del pequeño yate de lujo que Gregory Theophanis había reconvertido en el lugar más horroroso del mundo.

Santiago reparó en las imágenes del televisor, que estaba conectado a un portátil. Se podía apreciar un circulo de hombres, parcialmente ocultos por la oscuridad, sentados alrededor de un foco de luz, contemplando lo que pasaba sobre una cama redonda en la que había seis niños filipinos protagonizando una escena que no tengo valor para describir sin que me entren ganas de vomitar.

Los secretos del MediterráneoWhere stories live. Discover now