Es cierto, por tanto, que la prosperidad puede acompañar la peor conducta, y que en el mismo centro del
desorden y de la corrupción, cuanto los hombres denominan la felicidad puede esparcirse sobre la vida;
pero que no nos alarme esta cruel y fatal verdad; que el ejemplo de la desdicha, persiguiendo por doquier a
la virtud, como no tardaremos en ofrecer, no atormente más a las personas honradas. Esta felicidad del
crimen es engañosa, sólo aparente; además del castigo reservado sin duda por la Providencia a quienes han
seducido sus éxitos, ¿no alimentan en el fondo de sus almas un gusano que, royéndolos incesantemente, les
impide regocijarse con estos falsos fulgores, y sólo deja en sus almas, en lugar de delicias, el recuerdo
desgarrador de los crímenes que les han llevado donde están? En cambio, el infortunado al que la suerte
persigue, tiene su corazón como consuelo, y los goces interiores que le procuran sus virtudes le compensan
muy pronto de la injusticia de los hombres.
Esa era, pues, la situación de la señora de Lorsange cuando el señor de Corville, de cincuenta años de
edad, gozando del crédito y de la consideración que antes hemos descrito, decidió sacrificarse enteramente
por esa mujer y retenerla para siempre con él. Sea por las atenciones recibidas, sea por los procedimientos
empleados, o bien por la habilidad de la señora de Lorsange, el señor de Corville lo había conseguido, y
llevaba cuatro años viviendo con ella, exactamente como con una esposa legítima, cuando la adquisición de
una bellísima finca cerca de Montargis les obligó a ambos a pasar algún tiempo en esa provincia.
Un atardecer, en que la bondad de la temperatura les animó a prolongar su paseo desde la propiedad que
habitaban hasta Montargis, encontrándose demasiado cansados para decidir volver tal como habían venido,
se detuvieron en la posada donde para la diligencia de Lyon, con la intención de enviar desde ahí un hom-
bre a caballo a buscarles un coche. Reposaban en una sala baja y fresca, que daba al patio de esta casa,
cuando la diligencia de la que acabamos de hablar entró en la hospedería.
Es una diversión bastante natural contemplar cómo descienden los pasajeros de una diligencia; es posible
apostar por el tipo de personajes que salen de allí y, si uno ha nombrado una ramera, un oficial, unos
cuantos curas y un fraile, puede estar casi siempre seguro de ganar. La señora de Lorsange se levanta, el
señor de Corville la sigue, y los dos se divierten viendo entrar en la posada al traqueteado grupo. Parecía
que ya no quedaba nadie en el coche cuando un jinete de la gendarmería, bajando del pescante, recibió en
sus brazos de uno de sus compañeros, también situado en el mismo lugar, una joven de veintiséis a
veintisiete años, vestida con una mala chambra de india y envuelta hasta las cejas por una gran manteleta de
tafetán negro. Estaba maniatada como una criminal, y tan débil, que seguramente habría caído si sus
guardianes no la hubieran sostenido. Ante el grito de sorpresa y de horror que suelta la señora de Lorsange,
la joven se gira, y deja ver junto al más bello talle del mundo, el rostro más noble, más agradable, más
interesante, todos los atractivos en suma más placenteros, hechos mil veces aún más excitantes por la tierna
y conmovedora aflicción que la inocencia añade a los rasgos de la belleza.
El señor de Corville y su amante no pueden dejar de interesarse por la miserable joven. Se acercan, pre-
guntan a uno de los guardias qué ha hecho la infortunada.
––Se la acusa de tres delitos ––contesta el jinete––: de asesinato, de robo y de incendio; pero os confieso
que mi compañero y yo jamás hemos conducido a un criminal con tanta desgana; es la criatura más dulce, y
aparentemente la más honesta.
––¡Ya, ya! ––dijo el señor de Corville––, ¿no podría tratarse de uno de esos errores habituales de los
tribunales de segundo orden?... i.Y dónde se ha cometido el delito?
––En una posada a pocas leguas de Lyon; la han juzgado en esta ciudad y, siguiendo la costumbre, la
trasladamos a París para la confirmación de su sentencia, ya que volverá a Lyon para ser ejecutada.
La señora de Lorsange, que se había acercado y escuchaba este relato, comentó al señor de Corville que
desearía enterarse por boca de la propia joven de la his toria de sus desdichas, y el señor de Corville, que
compartía también el mismo deseo, lo comunicó a los dos guardias presentándose ante ellos. Estos no
consideraron necesario oponerse. Decidieron que convenía pasar la noche en Montargis; pidieron un
alojamiento cómodo; el señor de Corville respondió de la prisionera, la desataron; y cuando le hicieron
tomar algunos alimentos, la señora de Lorsange, que no podía dejar de sentir por ella el más vivo interés, y
que sin duda se decía a sí misma: «Esta criatura, tal vez inocente, es tratada, sin embargo, como una
criminal, mientras que alrededor de mí... que me he manchado con crímenes y horrores, todo prospera», la
señora de Lorsange, digo, al ver a la pobre muchacha algo mejorada, algo consolada por las caricias que se
apresuraban a hacerle, le rogó que contara por qué acontecimiento, con una apariencia tan dulce, se hallaba
en una circunstancia tan funesta.
––Contaros la historia de mi vida, señora ––dijo la bella infortunada, dirigiéndose a la condesa––, es
ofreceros el ejemplo más sorprendente de las desdichas de la inocencia, es acusar a la mano del cielo, es
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Justine o los infortunios de la virtud
Fiction HistoriqueNovela completa de Sade. Quiénes están interesados en leerla aquí esta Justine o los infortunios de la virtud (en francés: Justine ou les Malheurs de la vertu) es una novela de Donatien Alphonse François de Sade, más conocido en la historia de la...