La casa estaba siempre llena de visitas: tíos, tías, primos, primas, primos segundos y primos terceros; vecinos pidiendo sal; vecinas cotilleando y criticando a otras vecinas que a su vez, con muy poca vergüenza y mucho descaro, las habían criticado minutos antes; el cartero que se quedaba a tomar el té, o un café bien cargado, antes de seguir su ronda, a poder ser con pastas con corazón de limón y una capita de semillas de sésamo espolvoreadas por encima; desconocidos que se presentaban de improviso a la hora de la cena y no se iban hasta después de haber degustado un buen desayuno con tostadas, mantequilla y la famosa mermelada de ciruela, que la tatarabuela Eustaquia preparaba al baño maría, con los dulces frutos del viejo ciruelo, que había en el jardín.
Además de las muchas visitas, por supuesto, había que contar también, con los múltiples habitantes habituales de la residencia, los variados animales de compañía y las fieras salvajes que poblaban la casa devorando a alguna despistada visita de vez en cuando; nada demasiado alarmante, pues las fieras tenían un gusto exquisito y sólo devoraban a las visitas indeseadas.
Tal abigarrada multitud provocaba que un tremendo jaleo invadiera siempre ese lugar a cualquier hora, ya fuera de día o de noche. Por lo tanto, aquel hogar estaba siempre lleno de voces y de risas, de llantos y de carcajadas, de ladridos y maullidos; del afinado canto del ruiseñor que vivía en lo alto del sauce llorón que reinaba, cual tirano, sobre los demás árboles del jardín, y del completamente desafinado croar de las ranas del cristalino estanque. En lo concerniente al ruido es importante añadir que en los días de luna llena, poblaban la noche los aterradores aullidos del señor Valdemar, el hombre lobo que vivía de alquiler, a un precio muy asequible, todo hay que decirlo, en el pequeño pero confortable ático de la casa. Todos aquellos estridentes ruidos formaban un encantador bullicio, a no ser que se quisiera dormir, entonces podía ser muy desagradable tanto jaleo, pues lo cierto es que era muy difícil pegar ojo y dormir a pierna suelta con tanta variedad de ruidos, golpes, chillidos, cánticos, murmullos, graznidos y rugidos.
La casa, por si fuera poco, estaba llena de fantasmas. La mayoría de ellos, muy agradables y muy educados, aunque había un par bastante tenebrosos y uno, especialmente, con muy mal carácter, pero el peor espíritu con diferencia, sobre todo para conciliar el sueño, era un espectro anticuado que se empeñaba en ser un fantasma clásico, de libro, y se pasaba las noches arrastrando una pesada cadena de hierro oscuro, lamentándose con quejumbrosos susurros, bajo una impoluta sábana blanca, que había robado impunemente del cuarto de plancha.
En la casa existían puertas que llevaban a otros mundos, a otras realidades, aunque había que tener cuidado al cruzar bajo sus arcos, porque alguna puerta te llevaba a otros mundos, pero se negaba a traerte de vuelta. Por desgracia, así fue como perdieron al abuelo, que todavía debía de estar vagando por un mundo extraño en zapatillas de estar por casa y bata roja de guatiné, sin nada más que unos, no demasiado limpios, calzoncillos largos debajo de la vieja bata. Un atuendo muy poco formal y muy poco serio, para vagar por mundos desconocidos, en los que uno no sabe con quién puede encontrarse, ni a qué extraño lugar le pueden conducir los pasos de sus pantuflas rotas, si sigue el camino de baldosas amarillas.
La puerta del cuarto de baño solía dar, precisamente, al cuarto de baño, pero a veces daba a un centro comercial tan atestado de gente como lo están todos esos centros los días de Navidad, lo cual estaba muy bien cuando necesitabas ir de compras, pero cuando tus necesidades eran muy urgentes, era una faena bastante grande y te podía poner en situaciones muy embarazosas.
La bonita niña pelirroja, que había estado jugando en el patio, bajo la cortina de clara lluvia, chapoteando con sus doradas botas de agua, en los profundos charcos, intentando no hundirse en las profundidades del océano que conectaban el patio de la casa con el fondo de los siete mares, atravesó la puerta principal, saludó al perchero cantante que cuidaba la puerta de entrada y éste le devolvió el saludo entonando una vieja canción romántica, bastante desafinada por cierto. Por lo visto no bastaba con ser un perchero cantante, para cantar bien, y la voz de este perchero en concreto era tan desagradable como el sonido de una pelea de gatos en un oscuro callejón a altas horas de la madrugada, pero le ponía tanta pasión, tanto entusiasmo y tanto empeño, que a los habitantes de la casa les daba pena el pobre y dejaban que siguiera cantando por no romper sus sueños y no hacer añicos sus ilusiones. El sueño de cantar algún día en la escala de Milán y la ilusión de codearse de tú a tú con los grandes tenores del mundo. La pequeña dejó su brillante impermeable amarillo canario en el perchero, ahogando, así, un poco los gañidos del artista frustrado. Entró en la acogedora cocina donde su madre, cucharón de madera en mano, cocinaba junto a la tatarabuela Eustaquia. La vieja de perfecto moño gris y delantal tan raído que parecía haber sido devorado por un roedor hambriento, llevaba muerta cien años, pero se negaba obstinadamente a reconocerlo. Y ni siquiera la propia Muerte que tuvo que dejar sus importantes asuntos a un lado, para llevarse a la anciana, pudo convencerla de que su sitio ya no era esa cocina. Y, sintiéndose derrotada, se vio forzada a abandonar ante la inigualable testarudez de la que hacía gala la vieja, dándola por imposible, por primera y única vez desde que el mundo es mundo la Muerte no cumplía con su cometido. La tatarabuela que en el fondo tenía buen corazón, viendo la tristeza y desesperación que había causado en la Muerte, le obsequió una deliciosa cazuela de arroz con leche, con sabor a canela y limón, para compensar las molestias causadas. Y la verdad es que ese regalo alivió bastante los pesares de la Muerte, pues jamás había probado nada tan dulce. Por lo tanto se marchó por la puerta por donde había entrado y cada año, el mismo día invariablemente acude a cumplir con su trabajo y llevarse a la vieja, allí a donde debería estar, sea donde sea ese lugar, pero la tatarabuela la espera con nuevos dulces y cada año la muerte vuelve a dejarla quedarse y se lleva un botín en forma de postres deliciosos a sus oscuras mansiones.