Capítulo 12

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Tarareaba una nana mientras me entretenía en poner el mantel a la mesa. Un plato para cada familiar y un par de cubiertos. Era una tarea que llevaba ejerciendo desde que era una niña y, pese a las múltiples vajillas rotas, ya dominaba este arte.

Como cada día antes de comer dábamos gracias a Dios por dotarnos con nuestros maravillosos genes ricos, los cuales nos permitían tener siempre comida para llevarnos a la boca y un techo bajo el que dormir. Aquella era la gran diferencia entre los extranjeros y nosotros.

Nuestra familia tenía un sitio reservado en la torre incluso antes de que se pusiera en marcha el proyecto. Los humanos que vivían tras los muros quedaban en manos de Dios, pues era él quien los sometía al juicio en el que se valoraría si debían continuar viviendo o si sus días le pertenecían a él.

Papá encendió la televisión para ver el programa mientras comíamos. La primera prueba estaba a punto de empezar y eso suscitaba ansias y mucha emoción en el capitolio. Estaba ansiosa por elegir a mi participante favorito. Quizá más adelante pudiera conocerle en persona e incluso trabar amistad con él.

Tras el almuerzo me ofrecí a recoger los platos y limpiar la cocina. Aunque en el capitolio había un gran comedor en el que se juntaban todas las familias, la mayoría de las veces preferíamos comer en la intimidad de nuestro apartamento. Pocas eran las veces en las que el comedor se llenaba. Acción de gracias, la puesta del invierno o el día de la unión.

Escondí la comida sobrante dentro del saco y procuré dejar la cocina bien limpia. Eso aumentaría mi tiempo fuera.

—Mamá, voy a salir— informé colocándome el saco sobre el cuerpo.

Mi progenitora se asomó a la esquina del salón y me escrutó de pies a cabeza. Tenía las cuencas de los ojos hundidas. Demasiadas horas en el hospital.

—Pásalo bien. Y, Lily, recuerda...

—Que el toque de queda es a las seis— repetí como si me tratara de una radio—. Sí, mamá, lo sé.

Esbozó una dulce sonrisa y me envió un beso desde la distancia. Salí al pasillo y por fin pude respirar profundo y soltarme el pelo. Tenía una preciosa melena rojiza que la mayoría del tiempo había de ir presa en una coleta.

Mi madre era sanadora en el capitolio y yo la ayudaba con su trabajo. La medicina me encantaba, curar a las personas era mi pasión. Tenía una vida que muchos querrían poseer, debía sentirme afortunada. Y de hecho lo estaba.

—Lily— me llamaron desde el pasillo. Me volví con debilidad para comprobar quien me solicitaba. Se trataba de Claire, la jefa de mamá en el hospital—. Menos mal que te encuentro. ¿Has visto a Becca?

—No, señora Foy. ¿Debería preocuparme?

Su semblante pálido se transformó tras oír esas palabras. Sonrió con amabilidad y frunció los labios.

—No me hagas caso, a veces soy muy controladora. Si la ves, ¿te importaría decirle que la estoy buscando?

—Claro, señora Foy.

Se marchó envuelta en una capa de distracción permanente que le obligaba a mirar a cualquier persona que caminara por el pasillo por si se tratara de su hija. Becca era mi amiga desde que éramos unas crías. Sabía que odiaba este lugar y el orden y las reglas. Y su madre, en cierto modo, también lo sabía.

El capitolio era la sede del gobierno de la ciudad amurallada y de los exteriores. En él solo vivían el presidente y Cassandra, la científica que aseguraba el buen estado de nuestro entorno. Pero en algunas excepciones era invadido por las demás familias de la ciudad. Y esta, sin duda, era una excepción.

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