El anciano permanecía anexo al faro en lo alto del acantilado.Con sus ojerosos ojos oteaba el desmesurado horizonte donde se fundían el mar y el firmamento crepuscular. A su memoria llegaban los recuerdos de tiempos remotos, junto a su esposa fallecida, que para su desgracia "nunca volverán". Ahora todo había terminado. El faro iba a ser destruido, para colocar en su lugar un sofisticado artilugio provisto de un radar. Sin su atalaya luminosa y su querida compañera, su existencia carecía totalmente de sentido.
El decrépito hombre escuchó el susurro producido por el oleaje, que regresaba hacia él, cómo ecos del pasado. En el narcótico sonido de las olas reconoció la voz de su esposa, quien le invitaba a unirse a ella y al mar. El octogenario abandonó con convicción y actitud la seguridad rocosa del acantilado y se precipitó al vacío.