XXIX. La verdad

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Eunice abrió con cuidado la pequeña puerta de madera. Sacó la cabeza, para mirar en todas las direcciones y cerciorarse de que no hubiera nadie cerca. Laziel la había dejado junto a Dante, en el armario debajo de las escaleras, donde su madre acostumbraba guardar las sombrillas y los regalos de cumpleaños que no le gustaban. El cálido aliento de Dante rozó su nuca, mientras sus manos rodeaban su cintura, produciéndole un escalofrío.

–Tal vez no están en casa–le dijo el muchacho susurrando nervioso.

–A esta hora siempre están–respondió Eunice, susurrando también. Abrió la puerta totalmente y salió con Dante detrás.

Caminaron despacio hasta llegar a la sala, que también estaba vacía. Dante avanzaba detrás de ella, como si quisiera ocultarse de un peligro inminente. Tomó su mano y la apretó con ternura, pero Eunice pudo sentirla fría y un poco temblorosa. Sonrió al percatarse del nerviosismo del muchacho, no podía imaginar que algo pudiera poner nervioso a Dante, y menos que ese algo fueran sus padres.

Atravesaron una entrada en forma de arco y llegaron al comedor. Los padres de Eunice se encontraban allí, entretenidos con un rompecabezas de incontables piezas, que prometía ser la réplica de alguna pintura famosa, una vez que estuviera terminado.

–¡Hija!–dijo la madre de Eunice, levantando sorprendida la mirada.

–Hola mamá, hola papá –Eunice levantó una mano y la agitó en el aire para saludar–. Yo...quiero que conozcan a alguien.

Eunice dio un paso hacia delante y Dante la soltó automáticamente, acomodando su postura para lucir más derecho.

–Buenas tardes–saludó con voz ceremoniosa, tratando de controlar sus nervios.

–¡Buenas tardes!–respondió la madre de Eunice. Sonreía de forma casi idéntica a la de su hija, lo que dejó a Dante sin aliento por un momento.

–Buenas tardes–el padre de Eunice no fue tan efusivo en su saludo. El chico pudo ver en sus ojos, un poco rasgados, millones de preguntas furiosas. Aquello le recordó las flamas encendidas en el rostro de Laziel, cada vez que la furia se apoderaba de él.

–Él es...Dante...un amigo–de pronto, Eunice comenzó a sentirse nerviosa también. Quizá por los modales tan hoscos de su padre.

Dante miró confundido a la chica, cuando la palabra amigo salió de sus labios. Él creía que ya eran mucho más que eso, o por lo menos, quería que lo fueran. La madre de Eunice se acercó con la mano extendida para estrechar la del chico.

–¡Mucho gusto!–le dijo, mirándolo con interés–. Yo soy Beatriz y éste es mi esposo, Alan –señaló al hombre, que ya se había puesto de pie para estrechar también la mano del chico.

Unos minutos después, estaban los cuatro sentados en la sala, intercambiando miradas y preguntas incómodamente. La madre de Eunice había preparado una jarra de café cargado, que sirvió en sus finas tazas de porcelana. Dante agradeció aquella atención, gimiendo deleitado con cada sorbo que tomaba.

–¿Y bien?...¿Qué clase de amigos son ustedes? –preguntó por fin Alan, después de verse impedido para controlar su curiosidad.

–¿Qué...quieres decir con eso, papá? –Eunice sintió que algo se le atoraba en la garganta, impidiéndole pronunciar las palabras con fluidez.

–Le aseguro que nuestra amistad es seria –respondió Dante, estrechando una de las manos, que Eunice tenía entrelazadas en su regazo.

–Mi hija es un poco joven para tener amigos tan serios–replicó Alan, observando con una ceja levantada las manos entrelazadas de los muchachos–. Pareces algo mayor que ella, ¿cuántos años tienes?

LA BATALLA DEL ANGELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora