Matilde

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La criatura se acercó a Fernando. No sabía cómo describirla de alguna otra manera. Su cara estaba retorcida y sus facciones le parecían similares, pero estaban demasiado alejadas de la realidad. Sus ojos sádicos tenían hambre. Hambre por él y por su cuerpo. El pelo largo y rubio de la criatura estaba bañado con sudor por lo que se pegaba a su cara. Lo agarró por los hombros y pensó que lo iba a matar en ese instante, pero solo lo tiró a la cama. Le arrancó la ropa y él intentaba resistirse. Era inútil. La criatura era demasiado poderosa. Tenía que ceder. Intentó ver la hermosura que alguna vez tuvo la criatura. Quería alejarse de la realidad. Imaginó a su prometida en su lugar. La besó y le agarró las caderas torcidas. La criatura se sorprendió y sonrió con dientes que parecían más de tiburón que de humano.

La criatura regresó muchas noches después de eso, buscando siempre lo mismo. La cara de Fernando estaba cambiando y todos podían notarlo. Solo son nervios por la boda, eso es todo, repetían. Tenían miedo que dejara a Matilde en el altar, pero esa nunca fue su intención. Lo único que deseaba era alejarla de la criatura, pero sentía culpable; no podía verla a los ojos.

Matilde tomó la candela y se dirigió hacia el pasillo. Caminó lentamente, descalza para que nadie se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Todos dormían profundamente. el siguiente día, el día de la boda. La habían planeado por muchos años y su mayor alegría vino al  ver la rapidez con la que los dos jóvenes se enamoraron. Su amor había inspirado verso tras verso del tío de la novia, el poeta de la familia. Todos soñaban con haber sido como ellos al casarse, felices y dispuestos a morir uno por el otro. 

Dio dos pasos hacia atrás. Sus manos temblaban, cubiertas de la sangre del cordero que estaba acostado en medio del pentagrama. Su sangre corría y adornaba la estrella y los círculos que la rodeaban. Los gritos del animal se volvían cada vez más suaves, desapareciendo poco a poco. En su sombra, causada por pequeñas candelas alrededor, se veía su sufrimiento. Los espíritus lo devoraban, hambrientos después de siglos de sueño. Su respiración se volvió más rápida al ver a las monstruosidades enfrente. Es necesario, pensó.  

Sus pequeños pies la guiaron hacia el cuarto de su amado. Los latidos de su corazón se volvían cada vez más fuertes y más acelerados. Sabía que estaba haciendo algo incorrecto y que su madre la mataría si manchaba su honor antes de la noche de bodas, pero debía hacerlo. Tenía que saber si Fernando la estaba engañando. Puso la candela en el piso y abrió la puerta. No había nadie en el cuarto.

Los espíritus se acercaron a ella. Sus caras tristes y deformes estaban cubiertas del líquido rojo. El cordero había desaparecido por completo, hecho pedazos por las garras de los monstruosos seres que incluso lamieron la sangre del piso. Se movían encogidos, con la espalda doblada casi por completo. No podía dejar de pensar en lo que acababa de presenciar. Se había preparado por mucho tiempo, haciendo investigaciones extensas y consultas con maestros de lo oculto, pero era demasiado. Los espíritus la tocaron y le agarraron la mano con fuerza.  Le hundieron sus uñas en el brazo. Su cabeza se retorció hacia el cielo, sus ojos completamente blancos. 

Matilde vio la cama. Fernando había estado allí. Aguantaba la respiración, esperando que nadie más hubiera estado con él. Dirigió su mirada hacia una ventana abierta. Las cortinas blancas se movían con el viento, entrando a la habitación. Sus pasos fueron lentos mientras se acercaba al balcón. Era una de las habitaciones más altas de la mansión y sabía que... Pero no se atrevía a pensarlo. Reposó la mano en el borde de la ventana. No había nadie. Continuó caminando hasta llegar a la baranda. Cerró los ojos, respirando profundo. Luego, vio hacia abajo. Sus gritos se oyeron por toda la mansión. Él único que no los escuchó fue Fernando pues su cuerpo ensangrentado descansaba en paz en el jardín debajo de su balcón. 

Los espíritus dejaron de tocarla y se fueron por la misma ventana por la que se suicidado Fernando. En medio del pentagrama apreció el novio. Se miraba distante, como si hubiera mucha niebla en el cuarto.

—¿Qué has hecho?

—Lo que tenía que hacer.

—Nadie te dijo que debías hacer tratos con el demonio. Solo empeorará todo. 

Matilde se mantuvo en silencio. Sabía que no era lo correcto, pero era lo necesario para recuperarlo. —Eres el amor de mi vida.

—Tú también fuiste el amor de mi vida, pero ahora... Es "hasta que la muerte los separe".

—Esa es una estupidez.

—¡Matilde! Regrésame.

—¿Por qué lo hiciste? —las lágrimas violentas se deslizaban por el rostro de la novia abandonada. Esperaba la respuesta, pero él la ignoraba. —Me estabas engañando. ¡Admítelo! —intentó entrar al pentagrama, pero la magia negra tenía sus límites y no podía alcanzar a Fernando.

—No te estaba engañando, pero sí me estaba acostando con alguien.

—¿Qué? Eso no tiene sentido.

Fernando no quería verla. No podía verla. —Me estaba acostando contigo. Con tu cuerpo, por lo menos porque no eras tú. Era algo dentro de ti... No puedo describirlo.  No era la Matilde que yo conozco. Eras horrible, como una criatura del inframundo. No eras tú.

Matilde empezó a hiperventilar. Puso su mano en su pecho. Fernando intentó caminar hacia ella, pero no podía. En su mente se revelaron los recuerdos las atrocidades que había cometido sin saberlo. Volteó a ver a la mesa al lado de ella, la que tenía todos los elementos con los que preparó el ritual. Agarró el cuchillo de plata con el que mató al cordero y gritó antes de clavarlo en su pecho. La punta atravesó su corazón y su cuerpo cayó al piso.

Los residentes de la mansión se despertaron y corrieron hacia el grito de Matilde. Su madre fue la primera en ver el cuerpo de su hija. No había nada más en el cuarto. Se tiró encima de su hija con un llanto inquebrantable. El padre de Matilde puso la mano en la espalda de su esposa. Se alejó poco a poco del cuerpo. Estaba apunto de abrazar a su esposo cuando vio un pequeño papel en la mano de su hija. Lo sacó de entre sus dedos. En letras pequeñas se leía: no estoy loca.   

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