No me gusta manejar después de las diez. Nunca necesite trabajar hasta tan tarde, pero no sé, hoy parecía diferente. Acababa de tener una buen día, ¡que más daba si terminaba a la madrugada! Si consigo lo necesario, mañana no tendría que levantarme. Y ya saben lo que dicen: una vez al año no hace daño.
Pasadas las once, una pareja de novios se subieron. Los deje cerca del Simón Bolívar. Estaban borrachos y estoy seguro que solo querían llegar a algún punto donde besarse hasta el amanecer. Aun así, me preocupe por ellos. No había razón para dejarlos tan en medio de la nada. Por lo menos me pagaron bien.
Unas cuadras más adelante –justo en frente a Salitre Mágico– una mujer pidió parada. Me estacione y ella se subió. Al abrir la puerta, entró una corriente de aire. Era una extraña sensación de frio. Diferente a las que habitualmente inundan la ciudad. No sabría cómo explicarlo. Ella cerró la puerta y arrancamos; el frio nunca se fue.
Apenas cogimos por la 63 nos detuvo el tráfico.
–No voy a extrañar los trancones –dijo la mujer, sin quitar los ojos de la ventana.
–Yo no quisiera vivirlos a diario.
–A veces Bogotá es un desastre...
–Y lastimosamente no le podemos hacer nada.
–Pero la voy a extrañar.
–¿Se va de viaje?
La mujer no respondió, su mirada seguía perdida en los carros de afuera. Íbamos avanzando lento por la carrera 60. Dimos vuelta a la derecha para coger la calle 68. Luego de unos minutos, nos detuvimos y la mujer bajó.
–Voy a ir por la plata, no me demoro.
Al cabo de un rato y la mujer no regresó. No quiero perder la plata del viaje y no estoy para perder gasolina; así que me baje del taxi y camine hacia la puerta. Era una funeraria. «Vaya mujer» dije para mis adentros y continúe hacia el edificio.
El celador, que parecía ser la única persona presente en este lugar, me saludo con un gesto. Estaba oscuro. El viento que entraba por la ventana me daba mala espina. La funeraria se conformaba de un único pasillo con puertas a los lados y una al fondo, además de un gran ventanal al frente. La mayoría de habitaciones estaban vacías o cerradas, a excepción de la última.
Camine despacio.
En lo que me acercaba, se podía ver una luz –tal vez de una vela– que iluminaba el cuarto, además de un ataúd abierto. Estaba seguro que allá estaba la mujer, pero no entendía porque, a tan altas horas de la noche, vino hasta acá. Sin embargo, sentía pena de molestar a quien yacía en esa caja. A los muertos se les respeta, solía decir mi santa madre. Aun así, no me iba ir sin mi dinero.
Mis pasos se iban haciendo más torpes, pero ya no podía dar marcha atrás, la rabia o la curiosidad –o ambas– me lo impedían. Y entonces entre en la habitación y no pude creer lo que mis ojos estaban viendo.
–Muchas gracias –me dijo la mujer, pasándome unas monedas–, nunca pensé que volvería a ver la ciudad.
Luego, la mujer volvió a acostarse en el ataúd donde posaba su retrato y cerró la puerta. Sonó un relámpago y empezó a llover.
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El taxi
Short StoryUn taxista se salta sus propias reglas y, pasada la medianoche, recoge a una mujer.