XXXII. Muerte

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Los ojos de la elegida se llenaron de un sentimiento violento. Agitó sus alas y abandonó la tierra para enfrentar a Rafael, que volaba desarmado con el gesto completamente relajado. Ana asestó un golpe con su espada sobre el costado derecho del arcángel, pero éste lo esquivó con precisión.

–¡Ríndete! –le dijo, sonriendo con desinterés. Su voz era grave, como un volcán haciendo erupción.

Ana se dejó llevar por la ira y asestó otro golpe. Esta vez tuvo más suerte, pues pudo ver la sangre derramándose sobre su túnica amarillenta. El semblante de Rafael, hasta ese momento desafiante, se volvió amargo. La elegida jaló su espada despacio, fundiéndose en el placer de sentir su filo cortando la etérea carne.

–Ríndete tú –le respondió, sonriendo satisfecha.

Rafael se alejó volando en círculos hacia arriba. Cuando se perdió en las nubes, Ana bajó de nuevo para buscar a su padre. Miró a su alrededor, el valle ensangrentado le provocó un gran pesar. Recordó el sueño anunciador, donde corría sobre un camino rodeado de cadáveres. Sus ojos se llenaron de lágrimas al reconocer los rostros sucios, los cuales yacían muertos sobre el lodo. La voz rezaba con más intensidad, como si estuviera guiando a las almas que ahora vagaban solitarias por doquier. La tristeza se tornó aplastante. Pensó en su padre y lo buscó con la mirada, temerosa de encontrarlo sin vida, envuelto en sus alas apagadas. Entonces vio a Laziel atravesando con torpeza el campo de batalla, corría hacia Lucifer con el rostro contrariado. Ana dio un paso hacía adelante, tenía la intención de echarse a correr para alcanzar a la criatura, pero el grito de advertencia de Horacio la detuvo. Miró hacia arriba y vio a Rafael cayendo sobre ella como un meteoro, empuñaba su lanza otra vez. Antes de que pudiera levantar su espada para detener el ataque, una sombra la cubrió. Ana no tuvo tiempo de cerrar los ojos, pudo ver a Horacio cayendo sobre el lodo, con la lanza clavada a la mitad de su pecho. Rafael rozó el suelo y arrancó la lanza ensangrentada del cadáver, después levantó el vuelo una vez más. Se precipitó a toda velocidad desde las alturas para atacar a la elegida, pero ella no se lo permitió. Moviéndose tan rápido como un rayo en mitad de una tormenta, Ana clavó su espada en el costado izquierdo del arcángel, sintiéndose intoxicada otra vez por la sensación de la carne deshaciéndose en el filo azul de su arma. Ya no pudo parar, por su padre herido y por su hermano muerto, enterró su espada una y otra vez en el cuerpo de Rafael, quien intentó defenderse, golpeándola con la brillante punta de su lanza. Sin embargo, la cercanía de Ana no le dejaba mucho espacio para herirla con éxito. Pronto, el arcángel se encontró tendido sobre la tierra húmeda, sus cálidas flamas se apagaron poco a poco, mientras la sangre destellante emanaba de sus múltiples laceraciones. Ana lo miró triunfante, percibiendo el perfume de la muerte, que en ese momento estaba de su lado.

Después de terminar con su enemigo, Ana se hincó frente al cuerpo inmóvil de Horacio. Tomó su mano, sintiendo cómo el calor se escapaba de su pálida piel. Los destellos azules de sus alas comenzaron a apagarse, uno a uno, lentamente. La elegida cerró los ojos y elevó una plegaria, imitando a la voz que provenía de todos lados.

Lucifer se había quitado la máscara. Después de herir a Gabriel en la pierna, alcanzó a rozar con su oscura espada, una de sus alas manchadas de tierra y sangre, antes de que emprendiera el vuelo para ocultarse entre las nubes. El caído estaba a punto de volar detrás de él, cuando escuchó la vocecilla nerviosa de Laziel llamándolo.

–¡Lucifer! –le gritó casi sin aliento, mientras se aproximaba corriendo torpemente hacia él–. Tenemos...un problema.

–¿Qué pasa? ¿No puede esperar?, estoy a punto de terminar con ese...–le respondió molesto, empuñando su espada con fuerza.

LA BATALLA DEL ANGELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora