¿Qué pasaría si comienzo un poema de amor respetando las dolorosas licencias poéticas? ¿Comenzaría realmente a escribirlo o sería solamente, nuevamente, un ensayo fortuito como muchos otros intentos de poemas rebeldes?
Me pregunto qué pasaría si comienzo de una buena vez a escribir como un loco. Así, como lo ejemplifican muy bien los libros, los blogs, las charlas de autoayuda, las de vocación profesional. Así a lo desquiciado, a lo amateur, a lo arriesgado. Porque según ellos un escritor se hace escribiendo. Y un buen escrito –o libro- se hace haciendo malos escritos –o libros-. Entonces, me sigo preguntando cuantos escritos tendré que hacer para llegar a hacer uno bueno. Mucho peor, ¿Cuántos libros tendré que escribir para llegar a escribir uno bueno?. Solo pensar en ello se me quitan las ganas de escribir, se me quitan las ganas de ser escritor. No me da la gana. Pero, profundamente en lo más profundo –valga la redundancia- de todo mi inmaculadísimo ser, deseo enormemente ser un escritor. Deseo que mis libros, si es que llego a escribir alguno, sean leídos por centenares de personas. Que los críticos destruyan mis paginas con sus comentarios lógicos y esquicitos. Y, porqué no, hasta hagan una película o un documental o una novela o un cortometraje o quizás un sueño húmedo, de mi más preciado tesoro: mi bebé, mi currucucú, mi libro. Pero me estoy adelantando a todo. En realidad ni si quiera sé cómo escribir uno. No sé ni cómo comenzarlo. No hallo la inspiración, ni el tema, ni las ganas. Hay que escribir muchos malos para llegar al bueno. ¡Qué fastidio me da!. Pero aquí estoy, lanzando palabras a ver que buen tema se despierta en mi mente. Pero nada sale.
Ser escritor debería ser como todas las demás profesiones practicas de la vida. Las personas van a la universidad para que les enseñen cómo escribir un buen libro en el primer intento. Debería ser como sumar dos más dos. Como sacarle la raíz cubica al nueve. O como cuadrar un balance general faltando quince minutos para la presentación de los estados financieros a la alta gerencia. Así debería ser escribir. Fácil, practico, espontaneo, sin tanta pensadera ni investigación previa. Y que me perdonen los grandes escritores o filósofos o pensadores de la vida y de la literatura. Pero esto es en verdad un gran tormento. Sentir ese llamado imperante en lo más profundo del alma. Allá abajo donde se mezclan las ganas con la felicidad. Sentir toda esta fuerza cósmica que se derrama por los poros y las ansias de devorar el papel y la tinta. Y que queda destrozada y desgastada por la falta de inspiración o por simplemente no saber qué escribir. Es endemoniadamente frustrante y absurdo. Es contra producente para el bolsillo y para la salud. Podría causar enfermedades mentales y no tan mentales en aquellos que no sean capaces de discernir entre lo real y la pasión. ¡Ah la pasión!. Es ese el verdadero problema. Es una bendecida pasión. Bendecida por quién sabe quién. Pasión absoluta, hasta ingenua. Colosal injusticia ¿por qué no está bendita mi pasión por los números?, ¿acaso los números no tienen derecho a ser bendecidos por la gracia de la pasión?, ¿por qué la tormenta de contraponer estos polos socialmente concebidos en el borde de nuestras carencias? Letras y números ¿en verdad son polos opuestos?. No se pueden escribir historias con números, pero siempre están presentes en las historias como símbolos de orden y autoridad. No se puede calcular con letras, pero siempre están presentes en las matemáticas como símbolos de lo abstracto y lo desconocido. ¡Ah lo desconocido! ¡Ah lo abstracto! Empiezo a comprender cosas. Es fascinante como escribiendo descubro mi propia personalidad. Ser escritor debería ser una enfermedad congénita. O al menos, parte de la personalidad de cada individuo. Yo quizás no tengo ni la más mínima pizca de esa tan aclamada enfermedad mortal. Pero aquí sigo lanzando palabras, a ver que sale. Y es verídico: escribiendo salen cosas, salen palabras y salen ideas. Quizás todo lo que escribo está muy mal escrito. A los golpes, a lo loco. Pero al menos lo intento. Escribo sin motivo ni razón. Escribo porque deseo escribir. Porque deseo dejar mis letras en esta tinta, en este papel. Escribo porque la fuerza me lo indica. Escribo sin inspiración, pero con mucha osadía. ¿Qué se necesita para llegar a ser un buen escritor? ¿se necesita algo?. Por supuesto, se necesita ganas y coraje. Coraje para exponer el alma en las letras. Ganas para poder pasar horas y horas perdiendo el tiempo tras un escritorio, en la silla de plástico, en una tarde de verano.
Recuerdo cuando era niño, solía sentarme a escribir tonterías en una vieja maquina de escribir que había en la casa de mis padres. Escribía tantas tonterías, tantos sueños frustrados. Tenía tanta imaginación, una capacidad inigualable de crear universos enteros alrededor de una historia y unos personajes. Tenía tantos cuentos inconclusos en mi mente que me distraían de mis labores escolares. Y me la pasaba a diario contándoselas a todo el mundo, buscando quizás la aprobación de que si eran realmente buenas historias. Relatos que necesitaban ser proyectados más allá de mi cerebro. Un buen día, llegó a mi infantil destino la oportunidad de oro. Se avecinaba un concurso de cuentos para niños de mi edad –nueve años aproximadamente- que proponía crear historias tomando como base los derechos y deberes del niño. La regla principal del juego era tomar un derecho, entenderlo y proyectarlo en una creación literaria tipo cuento. La historia era de creación libre. La imaginación era realmente lo que se estaba evaluando y, claro, los detalles técnicos de la lengua (aunque hoy día leo mi cuento mil veces y cada vez encuentro algún que otro error sintáctico, gramatical, etc., pero para el momento se suponía que tuviera errores, por supuesto era un niño). Fui elegido por el colegio para participar en dicho concurso y así pues escribí mi grandiosa historia. Se trataba de un niño que fue abandonado al nacer, en la puerta de una casa donde vivía gente muy rica. Tenía tres hermanastros nefastos y una madrastra hermosamente mala. Nunca fue tratado como parte de la familia ni mucho menos. Terminó siendo el sirviente. Fue maltratado verbal y físicamente. Humillado y arrastrado por el suelo, tal coleto. La historia tiene su punto cumbre cuando el niño decide escaparse de esa casa del terror y emprender la búsqueda de su verdadera familia. El desenlace viene cuando en un sueño un ángel se le presenta y me revela que su verdadera madre esta viva y lo extraña mucho. El ángel le muestra el camino a la casa de su madre y el niño por fin es querido y aceptado por todos en su nuevo y caluroso hogar. Es una historia un poco trágica, un poco copiada, un poco mezclada, un tanto triste, pero bastante real en ciertos aspectos y con un final feliz. Afortunadamente, este humilde e intenso relatito fue merecedor del primer premio de dicho concurso. Generó mucha felicidad en mi vida y en la de mi familia. El reconocimiento ante una audiencia de más de cinco mil personas, una bicicleta verde, un cursito de creación de cuentos y la promesa de publicarlo oficialmente sin fines de lucro, fueron motivo suficiente para que la vida fuera perfecta durante unos cuantos meses, mis quince minutos de fama. En todo caso, lo más importante de todo esto no es ni la bicicleta, ni la fama, ni los premios. En realidad lo que vale es el cuento en sí. El proceso por el cual tuve la oportunidad de pasar para crear una historia tan pura y absolutamente buena para ser merecedora de un premio. Mi proceso creativo estaba en su máximo esplendor. El esqueleto de la narrativa se dibujó de manera automática en mi cerebro y se vio proyectada en papel sin ningún esfuerzo extra humano, sin ninguna fuerza divina que me haya poseído. Fue pura y simple pasión por crear. Fue simple y puro arte.
Lo que pasó después fue muy triste. El micro mundo que se había construido a mi alrededor se desvaneció. Escribí algún que otro cuento ya un poco más intenso, más fantástico, pero nadie volteo a mirar. Participé en un coloquio como exponente, cuyo tema era la creatividad y la creación de cuentos infantiles: otros quince minutos de fama. Y allí acabo todo. No escribí más. Y todas aquellas historias que tenía en mi memoria, pues allí quedaron olvidadas y resecas. Y las pocas que fueron escritas en aquella vieja maquina de escribir que comentaba, quedaron en las viejas cajas empolvadas en aquel closet, de aquel apartamento donde crecí, en aquella avenida tan ruidosa, en aquel continuo caos salvaje e imponente, en aquella ciudad hermosa, espeluznante y gris. Allá, quedaron esos papeles guardados para siempre. Qué bonitos fueron esos días de fantasías. De la musa eterna. La inspiración divina. Del arte.
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La bicicleta verde
Non-FictionRecuerdo cuando era niño, solía sentarme a escribir tonterías en una vieja maquina de escribir que había en la casa de mis padres. Escribía tantas tonterías, tantos sueños frustrados. Tenía tanta imaginación, una capacidad inigualable de crear unive...