Capítulo 2: La casa de Géminis cae en oscuridad total

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Pasaron varios días desde aquella noche tan dolorosa.

Aioros jamás regresó desde esa noche que lo había abandonado a su suerte. Incluso su única compañía —el lado oscuro— también se había ido. Ahora el Santo de Géminis sabía lo que era sentirse solo e incomprendido. Cada vez cobraba consciencia de su soledad y cada segundo era más y más doloroso.

Se sentó en una mesa y encendió una vela. Tomó una hoja y comenzó a escribir por un largo rato, sollozando roncamente y manchando el papel. Por primera vez se sintió escuchado, aun si no era por un ser vivo sino por una mera hoja donde plasmaba sus palabras.

Cuando hubo terminado, metió la carta en un sobre y lo dejo en la novena casa. Luego se marchó como una sombra, de vuelta a Géminis...



Aioros regresó de una tarde de arduo entrenamiento. Después de esa horrible noche de "sexo" con un enloquecido Saga, no quería saber de nada más. En su empeño de olvidar lo que debía olvidar, se fajó a entrenar como no recordaba que lo hubiera hecho. Incluso recordó a su hermano Aioria, quien lo miraba sorprendido ante tanto despliegue de energía. Hasta le había preguntado si ocurría algo, pero el santo de Sagitario sólo pudo decir "nada".

Lo cierto es que desde esa noche no había conseguido olvidar a Saga, ni su rostro cambiante de un segundo a otro. De un momento veía unos ojos dulces de color verde, y al otro, unos ojos inyectados de sangre. Al ver semejante inestabilidad, Aioros decidió tomar control del acto sexual que realizaban y poseer al santo de Géminis. Fuera como fuera, no iba a dejarle tomar el control, no con esa volatilidad que lo hizo tan indigno de confianza.

Quiso sentir lástima por Saga pero se le hacía difícil; cada vez que recordaba esos ojos rojos y el cabello gris, casi canoso, se le iban las ganas de siquiera escuchar lo que sea que le quiso explicar esa noche.

—No me dejes, Aiolos, por favor...

Su voz resonó espectral en su cabeza. Cada vez Aioros pensaba que quizás debió escucharlo, aunque sea para no quedarse con una duda pequeña que lo roía:

¿Acaso estaría diciendo la verdad?

Mientras intentaba evadir esa interrogante, vio un sobre junto a una columna de su templo. Intrigado, lo abrió y leyó. Mientras lo hacía, le llamó la atención unos manchones extraños en el papel...

Aioros,

Sé que no tengo derecho a nada. No voy a culparte por como reaccionaste esa noche conmigo. Hiciste bien en abandonarme, lo tenía merecido. Soy una persona detestable. Soy asqueroso. Me doy asco incluso yo mismo. Soy un gusano débil bueno para nada.

Yo no debería siquiera existir. Alguien como yo, rendido a un lado oscuro, que no encuentra razón ni de quererme a mí mismo ni de luchar, no merezco siquiera el título de caballero de oro. Quizás por eso el Gran Patriarca no me eligió como su sucesor.

Si fue así, pues cuánta razón tiene...

Sin embargo, permítele a este bueno para nada pedirte perdón por cada una de las maldades que hice. No voy a justificar ni defender absolutamente nada de lo que hice no sólo contigo sino con la gente que me rodea. Aun así, te suplico que me permitas decir algo en mi defensa: mis acciones fueron impulsadas por un lado oscuro que yace dentro de mí como una bestia dormida. Es algo que no te sé explicar, es algo que no tiene forma ni color. Sólo sé que divide mi corazón, una vez noble, en uno dominado por la luz y la oscuridad.

Admito también mis celos horribles cuando supe que fuiste elegido como sucesor al Gran Patriarca. No pude soportarlo. Trabajé demasiado duro y creía al fin haber hallado una razón para sentirme orgulloso de mi mismo y a su vez, algo con que enorgullecer a otros. Craso error mío. Yo no era tan digno después de todo, y ahora entiendo a plenitud por qué.

Jamás voy a pedirte que regreses ni me perdones si de veras no lo deseas. Pero si quiero que entiendas que jamás quise hacerte daño. Lo poco bueno que quedó de mi corazón todavía te ama, y te seguirá amando a pesar de todo.

Perdóname, Aioros...

Te prometo que mis maldades terminarán hoy mismo. Nadie más va a sufrir las cosas horribles que puedo hacer. Nadie más sufrirá la horrible crueldad de mi lado oscuro.

Todo va a estar bien de ahora en adelante, ya lo verás. Te lo prometo...

Aioros no pudo leer más. Apretó el papel y salió corriendo a la casa de Géminis. Algo en esa nota era demasiado ominoso para dejarlo pasar.

«Saga, Saga, por favor, no hagas una estupidez...»

Entró gritando en el templo de Géminis, pero un silencio asfixiante llenaba el sitio. Era tan, pero tan denso, que podía escuchar sus propios latidos.

— ¿Saga? Soy yo, Aioros... por favor, hablemos...

No hubo respuesta. Aquello angustió a Aioros, que comenzó a revisar los rincones de Géminis en busca del santo morador. Encontró en un rincón oscuro y alejado una puerta cerrada. La abrió de golpe y lo que vio lo dejó en shock absoluto.

Saga de Géminis yacía en medio de un charco de sangre; tenía el cuello rajado por completo. La sangre se veía fresca, recién derramada. En su rostro había surcos de lágrimas que tampoco se habían secado.

«Saga... ¿por qué? »

Miró la carta de nuevo y se dio cuenta que los manchones extraños que tenía la hoja eran por las mismas lágrimas de Saga; esas mismas que ahora veía en sus ojos fijos en el infinito.

—Debí haberme quedado...— murmuró —. Debí... haberme quedado contigo...

Sabía que debió haberse quedado a escucharlo esa noche. Saga necesitaba a alguien, pero él como un perfecto imbécil se había ido de su lado, arrastrado por su propio dolor, ira y confusión.

Se arrodilló a su lado y sin importarle un bledo la sangre, lo tomó en brazos y acunó.

— ¡Es lo que debí haber hecho, maldita sea!

Empero, ya era demasiado tarde. Saga estaba muerto, y lo peor es que había fallecido solo y con mucho dolor. Había sufrido tanto que no encontró otro modo de salir que la muerte.

Todo va a estar bien de ahora en adelante, ya lo verás. Te lo prometo...

Deslizó su mano en el rostro de Saga y cerró sus ojos.

—Todo lo que quisiste fue un abrazo, alguien que te entendiera y te oyera, pero nadie te lo dio por temor a lo que te asolaba. Yo no fui diferente a ellos. Te desprecié y me alejé creyendo que sólo era una mentira...— secó los surcos de lágrimas con sus nudillos —. Qué equivocado estuve, Saga...

Lo meció en brazos mientras le acariciaba el cabello. No era gris, era totalmente azulado, como siempre debió ser.

 No era gris, era totalmente azulado, como siempre debió ser

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—Perdóname, Saga... perdóname— finalmente la voz de Aioros se quebró —. Fui un estúpido que ignoró a consciencia tu sufrimiento. Es porque fui un estúpido que moriste... ¡te pude haber salvado!

Ahora el silencio de Géminis era interrumpido por los sollozos de un afligido caballero de Sagitario cuya culpa jamás se le borraría del corazón...

Fin


Injusticia divinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora