LA MORDEDURA DE RAPTOR

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La lluvia tropical caía formando grandes láminas que mojaban hasta el tuétano, martilleabansobre el techo acanalado del edificio de la clínica y bajaban con un rugido por los canalones,esparciéndose por el suelo como un torrente. Roberta Carter suspiró y miró con fijeza por laventana: desde la clínica apenas si podía ver la playa, o el océano que se extendía más allá,envueltos en una niebla baja. No era eso lo que había esperado cuando llegó a la aldeapesquera de Bahía Añasco, en la costa oeste de Costa Rica, para pasar dos meses comomédica visitadora. Bobbie Carter había esperado el sol y el reposo después de dos agotadoresaños de residencia en el departamento de urgencias del «Michael Reese» de Chicago.Llevaba tres semanas en Bahía Añasco. Y había llovido todos los días.Todo lo demás estaba bien: le gustaban el aislamiento de Bahía Añasco y la cordialidad desu gente. Costa Rica tenía uno de los veinte mejores servicios médicos del mundo y, aun enesa remota aldea costera, la clínica estaba bien mantenida y ampliamente abastecida. Suauxiliar médico, Manuel Aragón, era inteligente y estaba bien preparado. Bobbie podía practicarla medicina a un nivel igual al de Chicago.¡Pero la lluvia! ¡La constante, interminable lluvia!Al otro lado del consultorio, Manuel levantó la cabeza:-Escuche -dijo.-Créeme, la oigo -repuso Bobbie.-No. Escuche.Y entonces lo oyó: otro sonido mezclado con la lluvia, un rugido sordo que aumentaba ysurgía hasta que se oyó con claridad. El rítmico golpeteo de un helicóptero. Bobbie pensó: Nopueden estar volando con un clima así.Pero el sonido aumentaba de modo continuo y, entonces, el helicóptero irrumpió volandobajo a través de la niebla del océano y rugió en lo alto, describió un círculo y volvió. Bobbie vioal helicóptero oscilar hacia atrás sobre el agua, cerca de las barcas pesqueras, para despuésavanzar lentamente de costado hacia el destartalado muelle de madera y, otra vez, volver haciala playa.Estaba buscando un sitio para aterrizar.Era un «Sikorsky» panzudo, con una banda azul en el costado interrumpida por las palabras«InGen Construction». Ése era el nombre de la compañía constructora que estaba erigiendo un nuevo centro de recreo en una de las islas de mar adentro. Se decía que el centro eraespectacular y muy complicado; a muchos de los lugareños se les había empleado en laconstrucción, que estaba en marcha desde hacía más de dos años. Bobbie se lo podíaimaginar: una de esas inmensas zonas de recreo norteamericanas, con piscinas y campos detenis, donde los huéspedes podían jugar y beber su daiquiri sin tener contacto alguno con laverdadera vida del país.Bobbie se preguntaba qué era tan urgente en esa isla para que el helicóptero volara con esetiempo. A través del parabrisas vio al piloto lanzar un suspiro de alivio cuando el helicóptero seasentó en la húmeda arena de la playa. Hombres uniformados salieron de un salto y abrieronde golpe la gran puerta lateral. Bobbie oyó gritos frenéticos en español, y Manuel le dio un levecodazo.Estaban solicitando un médico.Dos tripulantes negros transportaban un cuerpo laxo hacia Bobbie, mientras un hombreblanco ladraba órdenes. El hombre blanco llevaba un impermeable amarillo; su cabello rojosurgía alrededor del borde de su gorra de jugador de béisbol de los Mets.-¿Hay un médico aquí? -le vociferó a Bobbie, gritando sobre la lluvia mientras la médicasubía a la carrera.-Soy la doctora Carter -contestó ella.La lluvia caía en forma de pesadas gotas, que golpeteaban sobre la cabeza y los hombrosde la médica. El hombre pelirrojo la miró frunciendo el entrecejo: la joven llevaba vaquerosrecortados, un chaleco que dejaba al descubierto su abdomen y tenía un estetoscopio, con lacampana de auscultación ya oxidada por el aire salado.-Ed Regis. Tenemos un hombre muy enfermo, doctora.-Entonces es mejor que lo lleven a San José. -San José era la capital, a tan sólo veinteminutos de distancia por aire.-Lo haríamos, pero no podemos pasar sobre las montañas con este clima. Tiene usted queatenderle aquí.Bobbie trotaba junto al hombre herido: era un chico de no más de dieciocho años. Allevantarle la camisa empapada de sangre, le vio un gran desgarrón cortante a lo largo delhombro y otro en la pierna.-¿Qué le pasó?-Accidente de construcción -gritó Ed-. Se cayó. Una de las excavadoras le pasó porencima.El chico estaba pálido, con escalofríos, inconsciente.Manuel estaba en pie junto a la puerta verde brillante de la clínica, agitando las manos. Loshombres llevaron el cuerpo al interior y lo colocaron sobre la mesa que había en el centro de lahabitación. Manuel inició la colocación de una sonda intravenosa y Bobbie dirigió la lámparasobre el muchacho, inclinándose para examinar las heridas. De inmediato pudo ver que notenía buen aspecto. Era casi seguro que moriría. Una gran laceración se extendía desde el hombro, bajando por el torso. En el borde de laherida, la carne estaba hecha pedazos. En el centro, el hombro estaba dislocado, los pálidoshuesos expuestos. Un segundo tajo cortaba profundamente los gruesos músculos del muslo, losuficientemente hondo como para dejar al descubierto la pulsación de la arteria femoral, queestaba debajo. Parecía que la pierna del muchacho hubiera sido desgarrada.-Cuéntame cómo fue -pidió Bobbie.-No lo vi -dijo Ed-. Dicen que la excavadora le arrastró.-Es como si le hubiera destrozado un animal -comentó Bobbie Carter, sondeando laherida. Como la mayoría de los médicos de las salas de primeros auxilios, Bobbie podíarecordar con gran detalle los pacientes que había visto, incluso a los de hacía años. Había vistodos ataques con desgarramiento: uno correspondía a un niño de dos años, atacado por unperro rottweiler. El otro, a un empleado de circo borracho, víctima de un desafortunadoencuentro con un tigre de Bengala. Ambas heridas eran similares. El ataque de un animal teníaun aspecto característico.-¿Despedazado por un animal? -dijo Ed-. No, no. Fue una excavadora, créame. -Edse lamía los labios mientras hablaba. Estaba inquieto, comportándose como si hubiera hechoalgo malo. Bobbie se preguntaba por qué: si estaban empleando obreros locales inexpertospara la construcción del centro de recreo debían de tener muchos accidentes.Manuel preguntó:-¿Quiere un lavado?-Sí -contestó Bobbie-. Después de que le hagas un torniquete.Se inclinó todavía más, sondeando la herida con las yemas de los dedos: si una excavadorale hubiera pasado por encima, habría tierra profundamente introducida en la herida. Pero nohabía tierra: sólo una espuma resbaladiza, viscosa. Y la herida tenía un olor extraño, unaespecie de hedor a podrido, un olor a muerte y putrefacción. Bobbie nunca había olido algo asíantes.-¿Cuánto tiempo hace que ocurrió?-Una hora.Una vez más, advirtió la tensión de Ed Regis. Una vez más, se preguntó el porqué. Era untipo de hombre ansioso, y no tenía la apariencia de ser capataz de construcción: más bienparecía un directivo. Resultaba evidente que estaba fuera de su ambiente.Bobbie Carter volvió a las heridas. Por alguna razón, no creía estar viendo traumatismos deorigen mecánico. Sencillamente no tenían el aspecto correcto: no había contaminación contierra en el lugar de la lesión; tampoco el componente indicador de lesión por aplastamiento.Los traumatismos mecánicos de cualquier clase -un accidente de automóvil, un accidentelaboral- casi siempre presentaban algún componente de aplastamiento. Pero aquí no lo había.En vez de eso, la piel del joven estaba desgarrada -arrancada en jirones- en sentidotransversal en el hombro y también en el muslo.Realmente, parecía el destrozo producido por un animal. Pero, por otro lado, la mayor partedel cuerpo carecía de marcas, lo que era inusitado en el ataque de un animal. Bobbie volvió a examinar la cabeza, los brazos, las manos...Las manos.Sintió escalofríos cuando miró las manos del chico: había pequeños cortes en ambaspalmas y magulladuras en las muñecas y los antebrazos. Bobbie había trabajado suficientetiempo en Chicago como para saber lo que significaban.-Muy bien -dijo-. Espere fuera.-¿Por qué? -preguntó Ed, alarmado. No le gustaba.-¿Quiere que ayude, o no? -repuso ella, y le sacó por la puerta empujándole y se la cerróen la cara. Bobbie no sabía lo que pasaba, pero no le gustaba. Manuel vaciló:-¿Sigo lavando?-Sí -le contestó Bobbie, y tendió la mano en pos de su pequeña Olympus para toma deinstantáneas. Sacó varias de la herida, desplazando la lámpara para obtener una vista mejor.«Realmente parecen mordeduras», pensó. En ese momento, el muchacho lanzó un quejido, yBobbie puso la cámara a un lado y se inclinó hacia él. Los labios del herido se movían, lalengua estaba seca:-Raptor -dijo-. Lo sa raptor...Ante esas palabras, Manuel quedó paralizado y dio un paso atrás, espantado.-¿Qué significa lo que ha dicho? -preguntó Bobbie.Manuel negó con la cabeza:-No lo sé, doctora. Lo sa raptor... no es español.-¿No? -A ella le parecía español-. Entonces, por favor, sigue lavándole.-No, doctora. -Manuel frunció la nariz-. Mal olor. -Y se santiguó.Bobbie volvió a mirar la espuma viscosa que, como una veta, se extendía sobre la herida.La tocó, frotándola entre los dedos: casi parecía saliva...Los labios del muchacho se movieron:-Raptor -susurró.Con tono asustado, Manuel dijo:-Le mordió.-¿Qué le mordió?-Raptor.-¿Qué es un raptor?-Significa jupia.Bobbie frunció el entrecejo: los costarricenses no eran muy supersticiosos, pero ella habíaoído ya antes que en la aldea se hablaba de las jupias. Se decía que eran espectros nocturnos,vampiros sin cara que secuestraban niños pequeños. Según la creencia, las jupias antañohabían vivido en las montañas de Costa Rica, pero ahora habitaban las islas de mar adentro.Manuel retrocedía, murmurando y santiguándose:-Este olor no es normal -decía-. Es la jupia.Bobbie estaba a punto de ordenarle que regresara al trabajo, cuando el joven herido abriólos ojos y se sentó, con la espalda enhiesta, sobre la mesa. Manuel lanzó un alarido de terror. El muchacho herido gimió y volvió la cabeza, mirando a derecha e izquierda con ojosdesorbitados y, en ese momento, vomitó sangre en forma explosiva. Inmediatamente empezó aconvulsionarse; su cuerpo vibraba y Bobbie tendió las manos para agarrarle, pero el enfermo,debido a las convulsiones, cayó de la mesa al suelo de hormigón. Volvió a vomitar. Habíasangre por todas partes. Ed abrió la puerta, diciendo:-¿Qué demonios está pasando? -Y, cuando vio la sangre, giró sobre sus talones, con lamano en la boca. Bobbie trataba de coger un palo para introducirlo en las mandíbulasapretadas del muchacho, pero, mientras lo hacía, sabía que no había esperanza, y, con unaúltima sacudida espasmódica, el muchacho se relajó y quedó inmóvil.Bobbie se inclinó para practicarle la respiración boca a boca, pero Manuel la aferró por elhombro con furia, tirándola hacia atrás:-No -dijo-. La jupia se va a meter en usted.-Manuel, por el amor de Dios...-¡No! -La miraba fijamente, con intensidad-. No. Usted no entiende estas cosas.Bobbie miró el cuerpo caído en el suelo y se dio cuenta de que no importaba, de que nohabía posibilidad de resucitarlo. Manuel llamó a los hombres, que entraron en la habitación y sellevaron el cuerpo. Apareció Ed, secándose la boca con el dorso de la mano, diciendo entredientes:-Estoy seguro de que hizo usted todo lo que pudo. -Y, después, Bobbie observó cómo loshombres se llevaban el cuerpo, de vuelta al helicóptero, y cómo la máquina partíaatronadoramente hacia el cielo.-Es mejor -dijo Manuel.Bobbie estaba pensando en las manos del muchacho: cubiertas de cortes y magulladuras,siguiendo el patrón característico de las lesiones defensivas. Estaba completamente segura deque su muerte no se debía a un accidente de construcción: había sido atacado y alzó lasmanos para protegerse de su atacante.-¿Dónde está esa isla de la que vinieron? -preguntó.-En el océano. Quizás a ciento ochenta o doscientos kilómetros mar adentro.-Bastante lejos para un centro de recreo -comentó Bobbie.Manuel observaba el helicóptero:-Espero que no vuelvan jamás.«Bueno -pensó Bobbie-, por lo menos pude tomar fotos. Pero, cuando miró hacia lamesa, vio que su cámara había desaparecido.La lluvia paró finalmente avanzada la noche. Sola en su dormitorio detrás de la clínica,Bobbie hojeaba su gastado diccionario español de tapa blanda. El muchacho había dicho«raptor» y, a pesar de las protestas de Manuel, Bobbie sospechaba que era una palabra enespañol. En efecto, la encontró en su diccionario: significaba «violador» o «secuestrador».Eso le dio una pauta: el sentido de la palabra estaba sospechosamente próximo alsignificado de la palabra jupia. Por supuesto, Bobbie no creía en la superstición. Y ningún fantasma había cortado esas manos. ¿Qué era lo que el muchacho había intentado decir?Provenientes de la habitación contigua, oyó quejidos: una de las mujeres de la aldea estabaen la primera etapa del esfuerzo del parto y Elena Morales, la partera local, la estabaatendiendo. Bobbie entró en la sala de la clínica y le hizo un gesto para que saliera unmomento:-Elena...-¿Sí, doctora?-¿Sabes lo que es un raptor?Elena tenía el cabello cano y sesenta años de edad, era una mujer fuerte que daba laimpresión de ser práctica, de no perder el tiempo con tonterías. En la noche, bajo las estrellas,frunció el entrecejo y preguntó:-¿Raptor?-Sí. ¿Conoces esta palabra?-Sí. -Elena asintió con la cabeza-. Significa... persona que viene durante la noche y selleva a un niño.-¿Secuestrador de niños?-Sí.-¿Una jupia?Todo su porte se alteró:-No pronuncie esa palabra, doctora.-¿Por qué no?-No hable de jupia ahora -insistió Elena con firmeza, señalando con la cabeza endirección a los quejidos de la parturienta-. No es aconsejable pronunciar esa palabra ahora.-¿Pero un raptor muerde y corta a sus víctimas?-¿Morder y cortar? -preguntó Elena, perpleja-. No, doctora, nada de eso: un raptor esun hombre que se lleva un bebé recién nacido. -Parecía irritada por la conversación;impaciente por ponerle fin. Empezó a volver a la clínica-: La llamaré cuando la mujer estélista, doctora. Creo que una hora más, quizá dos.Bobbie miró las estrellas y escuchó el pacífico sonido de las olas lamiendo la playa. En laoscuridad vio la sombra de las barcas pesqueras ancladas mar adentro. Toda la escena eratranquila, tan normal, que se sintió como una tonta por estar hablando de vampiros y bebéssecuestrados.Volvió a su habitación recordando, una vez más, que Manuel había insistido en que no erauna palabra en español. Por simple curiosidad, miró en su pequeño diccionario de inglés y,para su sorpresa, también encontró ahí la palabra:raptor/n (deriv. del 1. raptor, saqueador, fr. raptus): ave de rapiña.

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