Unos gritos desde el piso inferior lograron despertarme; mi madre me llamaba. Eran las siete y cuarto de la mañana. Miércoles. Debía ir al colegio. Tenía saliva seca en la mejilla y un gusto amargo en la boca. Me levanté y entré al baño. Hice pis, me cambié y observé mi rostro en el espejo. Un chico común, con pelo negro y ojos del color tan característico de un río contaminado. Antes de ponerme los lentes de contacto miré mis lagañas y las ojeras que las acompañaban; consecuencia de quedarse jugando en el ordenador hasta tarde.
Bajé y desayuné. Recibí un beso de mi madre en la frente y me dirigí hacia el colegio. Quedaba a un par de cuadras de mi casa. A cada paso, las hojas secas crujían bajo mis pies. Los árboles, que adornaban las calles de forma monótona como caballeros que protegen el camino de su rey, se movían bruscamente con el viento del cambio. Finalmente, los edificios dejaron de aparecer en mi campo de visión y fueron reemplazados por ejércitos altos e imponentes de pinos y albetos, listos para cruzar la calle y enfrentarse en una batalla a muerte. Caminé durante cien metros más antes de que la construcción de paredes blancas se alzara ente mi. Pude observar a mis amigos unos pasos más adelante. Comenzé a caminar más rápido para poder alcanzarlos.
Hablamos un momento. Hacía frío, sin embargo yo no lo había notado. Cuando estábamos por entrar la ví. Su bufanda roja desentonaba con el uniforme oscuro que nos hacían utilizar. Era como si el sol hubiese dejado caer un pedazo de fuego. Su cabello rojizo y rizado le daba un aspecto llamativo. A pesar de que ahora parecía que pertenecía a la composición de colores que el otoño nos ofrecía, yo nunca la había visto. Estaba sola. Nadie la notaba. ¿Quién era?
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La chica que el tiempo olvidó
Teen FictionRojo. Todo lo que veo es rojo. Ella era el rojo. Cuando caminaba hacia el colegio la ví. Un retoño de amapola en otoño, sin sol que le permita vivir. Podría haberla salvado.