Me quemaba el sueño en los ojos cuando mi madre me levantó de la cama. Apenas sin poder ver, sí pude percibir que no había amanecido, al subir la persiana y notar que la negrura de afuera seguía ahí. Maldije todo lo maldecible por tener que madrugar tanto; sin embargo, y a pesar de mi sueño, hoy probablemente sería el único día del año que no me importaría hacerlo.
Había sido un error beber tanta cerveza el día anterior, y hoy lo pagaba con creces en forma de náuseas y mareos continuos. No obstante, logré ducharme, tomar un café y salir cargando con mi maleta a la calle. Afuera el frío era evidente, a pesar de ser el mes de abril; porque en el norte, donde yo vivía, no se notaba la tibieza hasta bien entrado junio.
Enseguida pude distinguir a los demás, porque en el portal de mi casa, era donde preparábamos la salida, y donde ya toda mi familia se arremolinaba en la interminable espera. Me sentía excitado, sí, pero no era tanto como lo que yo pensé que sentiría ante tal acontecimiento. Y aunque había silencio, el grado de excitación también era fácilmente perceptible en los demás, por ese ir y venir nervioso.
—Ya ha llegado lo que tanto deseábamos, Rodri –escuché decir detrás de mí –.
Me giré y pude ver a mi hermana mayor Berta, la segunda de las tres, con su negra media melena, que se agitaba casi pegada a mí, con los ojos muy brillantes, casi húmedos. Podía sentir su aliento, y sus pechos rozaban el mío, mis muslos sintiendo sus manos, y su piel emanando un olor delicioso a mañana. Sólo con estirarme un poco, mis labios rozarían los suyos; sin embargo, no hice nada. A pesar de mi deseo, sentirla tan cerca, me paralizó. No obstante, contesté.
—Sí, ya está aquí el gran día, ya todo ha llegado, ya solo falta que papá llegue con el auto –dije-.
Berta, con una sensualidad que no entendí, abrió su bolso, extrajo un paquete de cigarrillos, y encendió uno para ella. Después me sonrió y se alejó. Me quedé solo, aspirando con calma el aroma mezclado con el humo de su cigarrillo y su perfume. Después mi padre ya apareció con el coche, dispusimos el equipaje en el maletero, y nos subimos todos.
El vehículo era familiar y grande, de ocho plazas. Delante iban mis padres, y atrás, en dos filas de tres asientos, dos de mis hermanas (en la primera fila) y Berta y yo (atrás del todo). Por fin mi padre arrancó. Las vacaciones de esa Semana Santa de 1.984, habían comenzado. Apenas iniciada la marcha me sumí en un sopor inevitable, y con ello, me venció el sueño: lo bebido la noche anterior hacía efecto.
No sé cuánto dormí, pero me desperté erecto y sudoroso. Berta, quien tan animadamente me había recibido aquella madrugada, estaba a mi lado, en la última fila de asientos. La miré, y ella me sonreía con una dulzura difícil de explicar: a mis catorce años, las hormonas van demasiado a galope y cada detalle cobra su propia importancia.
—Bienvenido al mundo real, dormilón –me dijo mirándome fijamente –. Ya era hora que te despertaras, tenías todo tu cuerpo apoyado en mi teta –prosiguió ella, sobándose el seno derecho –, y la pobre se sentía mal tratada.
Yo no supe qué decir, pero sí que detesté el haber estado durmiendo, y no haber podido disfrutar de la caricia en su busto, aunque fuera con mi espalda. Seguí en silencio, mientras ella continuaba hablando, casi riéndose:
—Tenías la cabeza apoyada justo aquí –dijo señalando para su cuello –, y tus labios me rozaban haciéndome cosquillas. Aunque a ti seguro que te estaba gustando, por el bulto que se nota en la entrepierna –concluyó, esto último en un susurro en mi oído, para que nadie nos oyera –.
Berta se reía y yo enrojecía al comprobar que, efectivamente, mi erección era evidente. No quise, sin embargo, hacer ningún gesto, pues serviría únicamente para delatar aún más mi situación; y con que, quien estaba a mi lado, fuera la única que lo supiera, bastaba.
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Siete días de abril [+18]
General Fiction•SOLO PARA MAYORES DE EDAD• Unas vacaciones familiares