5: Número Par

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Esa noche salimos todos juntos. Siempre que tenía ocasión miraba para los gestos de Sonia y Paula, que tan juguetonas habían estado conmigo a la llegada al hotel; intentando descubrir si tramaban algo, o simplemente buscando adelantarme a su siguiente broma. Ambas iban juntas, y sonreían, lanzándome enigmáticas miradas.

Llegamos hasta abajo, donde el Tajo nos esperaba ancho en la Plaza del Comercio, desde el barrio alto. Guardábamos silencio, dejándonos seducir por la hermosura de lo que veíamos. La noche y la acertada iluminación ponían el broche a un regalo para nuestra vista, sin duda. Al principio estábamos todos juntos, pero nos fuimos disgregando. Mis padres y Berta, se habían alejado ligeramente. Cerquita de mí seguían Sonia y Paula. Me senté en uno de los muros que asomaban al río, y me llené de un aire limpio y fresco.

Las dos se acercaron a mí, y se colocaron frente a cada una de mis piernas, con sus manos apoyadas en mis muslos. He de reconocer que eso me estimuló. Podía sentir con mis rodillas sus pelvis.

—Para ser honesto, y después de haberlo pensado muy bien, sería injusto si dijera que uno de vuestros coñitos me gusta más que el otro. He disfrutado de los dos, y los dos me han vuelto loco y dado un placer inmenso –solté, aprovechando la intimidad en la que estábamos, contestando a una pregunta que me hicieran y que había quedado en el aire –.

Ninguna de ellas dijo nada. La luz que iluminaba la ciudad me permitió ver sus sonrisas de aprobación a mi respuesta. Los demás empezaron a irse de allí, y cuando mis ojos les indicaron tal hecho, sentí cómo con sus manos me detenían y me impedían levantarme.

—Déjalos que se vayan –me habló Sonia –. Estamos muy bien aquí los tres.

Y no hizo falta respuesta, porque así era. Mi pubertad, la noche, y la proximidad de dos cuerpos emanando un perfume agradable era todo lo que necesitaba en ese momento para sentirme pletórico. Los ojos de mis dos compañeras tenían un brillo especial, y dentro de mí nacía con fuerza el deseo. En un gesto inconsciente comencé a acariciar las piernas de cada una, que prácticamente se ya se apoyaban en mí. Y, primero Sonia, y luego Paula, me besaron. Sentí sus lenguas frescas y ávidas invadir mi paladar y jugar con la mía mientras que yo acariciaba la parte posterior de sus muslos y sus glúteos.

—Nos vamos a poner todos cachondos –oí decir a Paula, evidenciando claramente que ese beso había encendido la llama –.

Y es que, a esta edad, pocas cosas hacían falta para que el hervor de las hormonas derramase todo el deseo que se puede tener con catorce años. Y como si todos nos leyésemos el pensamiento, como si nuestras ideas fueran una sola, en la unanimidad tácita más amplia que yo conociese, nos pusimos en pie, y desanduvimos el camino, hasta que nuestros pasos por las cuestas del barrio alto, nos llevasen de nuevo al hotel.

Yo, como único hijo varón, siempre dormía solo, así que en mi cuarto nadie nos iba a molestar. La excitación que sentíamos los tres era tan alta que nos costaba respirar. Y nadie hablaba, no fuera que una palabra mal dicha rompiera esa magia que tan especialmente había nacido.

— ¿Qué te parece, Sonia? Nuestro hermanito ha entrado en el club –Apuntó Paula –.

Y la aludida, sólo sonreía, sin decir nada. Y yo no entendía a qué se refería.

Mis dos hermanas se acercaron a mí despacio, y me fueron desnudando. Cuando me hubieron acabado de quitar toda la ropa lucía una imponente erección, que retaba a ambas. Ninguna hablaba, ya sólo existía la comunicación de las miradas que se cruzaban entre ellas: y esa semiología me desconcertaba; pero pronto habría un código que yo entendería. Después de haber estado acariciándome un buen rato, ambas se separaron de mí, y comenzaron a desnudarse entre ellas. Cuando yo quise intervenir, no me dejaron. Me hicieron un gesto para que mirase y disfrutase, querían hacerlo ellas.

Siete días de abril [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora