El guardián

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*Los personajes de esta historia pertenecen a Hajime Isayama. 

Escucho tu voz, tan profunda, tan calmada. Una parte de mi mente siente que es un sonido reconfortante, pero es una parte remota, casi muerta.

Me giro y te encuentro de pie a mis espaldas sobre este tejado desde el que contemplamos la desgracia de Paradis. La determinación de tu mirada me indica que has venido a cumplir tu cometido, has venido a impedir que lo haga.

No lo entiendes. Esto es necesario. Esta guerra, esta batalla, todo, absolutamente todo. Tenemos la libertad al alcance de la mano, al alcance de mano. Noto que el poder pulsa a través de mis venas, deseoso de que lo desencadene, como un volcán a punto de entrar en erupción. Ni siquiera eres capaz de imaginar cómo se siente, ni siquiera sabes lo dispuesto que estoy.

Vienes hasta mí con esas armas tan rudimentarias que te has negado a cambiar, con esa actitud dominante con la que conseguías que agachara la cabeza hace unos años. Ya no.

Ya no soy ese Eren. No soy ese patético muchacho que necesitaba protección constante, incapaz de ganar sus batallas por sí mismo. No. Ahora me basta con un gesto para desencadenar el caos, un caos que nos llevara a la victoria, a la libertad. Casi puedo paladearla, casi puedo saborearla. ¿Por qué no lo entiendes? Tú, que has escalado desde lo más bajo, deberías comprenderme.

Me consideras un monstruo, aunque te has quedado a mi lado todo este tiempo. Probablemente para vigilarme, para impedir que me salga del plan. Malas noticias, Levi, tengo mi propio camino, mi propia forma de conseguir las cosas. Verás que tengo razón, descubrirás de primera mano que no existe otra manera.

Nuestras miradas se cruzan, gélidas, punzantes, amenazadoras.

No murmuras con tono firme.

Elevo la barbilla sin romper contacto visual y me arremango para llevar mi mano hacia mis labios.

Es un reto, lo sabes. Uno de los dos morirá si tratas de impedírmelo. Ojalá bajes esas armas. Siempre he pensado que eras capaz de ver en mi interior mejor que nadie.

Ese otro yo, adormecido, acallado, te ruega que no luches contra mí. Ya no puedes vencerme, no puedes detenerme.

A tus ojos aflora un brillo de profunda tristeza que no había visto antes. Tu ceño se alisa y tus hombros se hunden. Pareces derrotado, acabado.

Me sorprendo al ver que asientes con tu rostro antes de desviar la mirada y retroceder unos pasos. Mi mano se separa unos centímetros de mi boca y te miro extrañado. Te detienes a una distancia prudencial y te sientas sobre las húmedas tejas deponiendo tus armas. Te quedas, te quedas hasta el final a mi lado.

Algo se remueve en mi interior, algo que enterré hace tiempo, algo que desestimo con un encogimiento de hombros.

Ahora no es el momento, ya es tarde, debo luchar. Solo luchando conseguiremos la victoria...

La sangre sabe tan amarga como el final de la batalla.


Me incorporo liberando un alarido desgarrador. No sé dónde estoy, ni dónde están los enemigos. Busco a tientas a mi alrededor hasta dar con el interruptor de la lámpara. Mis latidos retumban con violencia en mis oídos y mi respiración es un jadeo constante. No estoy allí, no estoy allí.

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