Titanium

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Un pitido agudo y molesto le perforaba los oídos, pero más allá de él no había nadie más que silencio. Un silencio sepulcral y espeso, que emanaba miedo y peligro.

El chico estaba hecho una bola en el suelo, arrodillado y con la espalda curvada, tapándose la cabeza con manos y brazos y temblando notablemente.

Poco a poco se descubrió la cabeza, y se quedó unos segundos quieto, con las manos bajadas, con las que tocaba el suelo frío y lleno de polvo.

Sabía que lo que había hecho era peligroso para él. Se había delatado, y ahora irían a cogerlo, o a matarlo, incluso. Aún dudó unos instantes más en acabar de incorporarse, pero al final lo hizo, apoyándose con la fuerza de sus brazos. Al ver todo su alrededor, perdió toda la fuerza de golpe y se desplomó otra vez, aunque esa ocasión se quedó sentado.

A su alrededor todo era caos. Las taquillas que llenaban el pasadizo estaban llenas de polvo, y los cuadros y proyectos de los alumnos de la escuela estaban colgando o por el suelo, juntamente con una cantidad incontable de papeles, fichas, alguna que otra mochila y cajas de cartón rotas y aplastadas. Una de las puertas que estaba a su izquierda estaba salida de sus bisagras, colgando y chirriando lastimosamente.

El joven se quedó ahí en medio, rodeado por todo ese desastre. No podía creer lo que veía. No lo quería creer. Todo eso... ¿lo había hecho él de verdad?

Aunque estaba en un estado de conmoción, un pensamiento fue capaz de cruzarle por la mente, recordándole que no tenía mucho tiempo si quería huir antes de que lo encontraran. Se levantó y miró ese pasadizo destrozado, que marcaba el final de su pasado, de su vida que había llevado hasta ese momento.

Respiró hondo y echó a andar.

Sacó una gorra de lana roja del bolsillo de su chaqueta y la desdobló para ponérsela. Siempre que se sentía sin fuerzas y con demasiado miedo entumeciéndolo psíquicamente y físicamente, esa gorra lo acompañaba. Había sido un regalo de alguien que fue la primera persona en acercársele sin temor, y tiempo atrás se fue de su lado, abandonándolo a la fuerza.

El chico se apretó la gorra contra el pecho, como si la abrazara, y fue entonces cuando pasó por el lado de una puerta abierta.

En la habitación había una mujer joven, de pelo blanquecino largo. Iba vestida de amarillo, y llevaba el pelo recogido en una cola. Estaba hablando por teléfono con prisa. Su expresión era de miedo y angustia profundos.

Cuando vio al chico pasar por el lado de la puerta, la mujer se estiró tanto como pudo para coger el pomo de la puerta y cerrarla, sin dejar de hablar, aunque con más temor y una cara de quién ve a un asesino correr hacia él.

El chico no le pasó por alto ese detalle, y se puso el gorro acelerando el paso. Atravesó otro pasillo y el vestíbulo, dejando atrás el desastre de papeles y cuadros de más allá. No podía perder tiempo.

Cuando salió del centro escolar, vio un coche de policía parado justo delante de la puerta, y al joven le entró un escalofrío. Se ajustó la chaqueta y aceleró un poco más el paso hasta el parking de bicicletas, pasando por el lado del vehículo, deteniéndose inconscientemente un momento para observarlo, recordando el día en el que su hermano fue metido a la fuerza en uno de esos.

Mientras, la misma mujer de antes, salió corriendo de la escuela, aun poniéndose el abrigo de las prisas. Del automóvil salió un hombre de pelo corto y castaño, en el cual la mujer rubia casi se lanza encima. Empezó a hablarle de lo que acababa de pasar, ignorando la cara de escepticismo del hombre, y fue entonces cuando vio al chico encima de su bicicleta, pedaleando lejos de ellos y del centro. La mujer lo señaló, y el policía se giró para verlo con cara de extrañeza, pero el chico ya había desaparecido por la esquina de la calle.

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