Estaba solo, metido en su castillo de arena. Nunca salía.
El jardín de la casa de al lado estaba cubierto de zarzas, todo lleno de espinas. No había crecido ninguna flor. Solo hierbajos y matas secas. Era un desierto sin vida.
Todo cambió cuando un chico de hermoso rostro, vestido con un jersey de color esmeralda, apareció por el porche. Cuando le vio le sonrió de como saludo. Parecía sincera, pero como eran tímidos ninguno de los dos se acercó al otro y terminaban por esconderse entre las paredes de sus casas. Aún cuando quería preguntarle su nombre, nunca lo supo.
Desde entonces lo observaba desde el otro lado de la valla, escondido entre las hojas del seto que los separaba.La primera vez que lo vio fue la primera vez que se enamoró de él. Estaba seguro de que era su primer amor. Un amor a primera vista, pues nunca había anhelado abrazar a alguien.
Siempre que lo veía estaba ensimismado mirando a su querida flor de color esmeralda. Era del mismo color del jersey con el que lo vio por primera vez, tal vez un poco más claro.
El chico había arreglado el jardín. Estaba impecable y regaba su pequeña florecilla con todo el cariño que podía. Se le iluminaba la cara cuando salía al jardín. Realmente amaba ese pequeño rinconcito con el que podía crear su mundo. Le pareció verle llorar cuando una pelota venida del cielo rompió la maceta de su querida flor.
Después de eso estuvo durante tres días enteros escondido tras la valla. En esos tres días no había vuelto a ver al chico de hermoso rostro, y eso le atormentaba de alguna forma. Más no podía hacer nada, puesto que tampoco lo conocía. Al tercero, finalmente lo vio salir al porche al caer la tarde. Llevaba consigo una nueva maceta. Con el tiempo dio cobijo a tres florecillas, y después otras tres más. Solo una era de color esmeralda.
Quería saber que le había pasado tras el incidente. Quería preguntarle que porqué no lo había visto en durante tantos días. Pero se apenaba de su propia imagen, pues él mismo se consideraba feo. Nunca se dejaba ver, y por eso no se amaba a sí mismo.
Hubo un tiempo en donde pareció que se le quería acercar para hablar, pero si lo miraba de reojo a la mínima huía. También desde ahí podía verlo, pero le gustaba escucharlo canturrear mientras cuidaba el jardín.
Siempre observaba desde lejos al chico del jardín. Era lo único que sabía hacer.La segunda vez que se enamoró del chico del jardín de al lado fue cuando lo veía sonreír al regar a su florecilla. Su resplandeciente sonrisa irradiaba luz propia, o eso le parecía a él. Lo comparaba con el propio sol. A los dioses antiguos. La más hermosa de todas.
Sus dientes eran tan blancos como la luna que miraba todas las noches al recordarlo. Sus rosados labios, tan hermosos y delicados como la flor que tanto cuidaba.
Su corazón dió un vuelco en ese momento, y desde entonces anhelaba besar al chico del jardín. Sabía que lo amaba. Quería saber cómo era, su comida favorita y sus gustos. Quería conocerlo.
Sobre todo quería saber su nombre.
Pero se apenaba de su propia imagen, pues él mismo se consideraba feo. Nunca se dejaba ver, y por eso no se amaba a sí mismo.
Siempre observaba desde lejos al chico del jardín. Era lo único que sabía hacer.La tercera vez que se enamoró de él fue el mismo día que le rompió el corazón, mucho antes de que pudiera decirle palabra alguna. Mucho antes de que pudiera decirle que le amaba.
Fue de su risa lo que derritió su corazón. Una risa contagiosa, delicada, a la vez que agraciada. Su voz era música para sus oídos.
Fue la risa que le dió al otro chico que apareció por la puerta del porche. Era de tal belleza, amenazante, que podría matar con la mirada. Abrazó al chico del jardín por la espalda y se unieron al atardecer en un eterno beso frente a la flor de color esmeralda.
Ese fue el día en que su corazón se partió en miles de pedazos. Lloró durante tres soles y tres lunas en total oscuridad. Lloraba porque nunca le pudo decir como se sentía al observarle, de admirarlo y quererlo en silencio desde el otro lado del jardín. Estuvo escondido durante demasiado tiempo.
Quiso salir y preguntar.
Pero se apenaba de su propia imagen, pues él mismo se consideraba feo. Nunca se dejaba ver, y por eso no se amaba a sí mismo.
Siempre observaba desde lejos al chico del jardín. Era lo único que sabía hacer.Cuando al fin salió de nuevo al jardín se encontró con el otro chico, estaba recogiendo los muebles del porche. De forma inconsciente le preguntó por él. Le dió una respuesta. Y supo que había perdido toda oportunidad alguna, pues su amor se había ido para siempre. Se lo había llevado lo imposible.
La muerte.Sufrió mucho más al guardar silencio. Se recluyó entre las altas paredes de su casa, y reflexionó durante mucho más tiempo sobre su mera existencia. Ahora era como una llama a punto de apagarse. Pequeña y frágil. Perdida en un océano olvidado, a la deriva para morir.
Había estado llevando una máscara durante toda su vida, y era esta misma a la que culpaba por su desgracia. Muy en el fondo sabía que era la causa de su infelicidad. Quiso avanzar, estar a su lado, a la misma altura que él. Pero cuando quiso quitársela era demasiado tarde. Su castillo de arena se derrumbó y su único consuelo fue cuidar de la flor de color esmeralda del chico del jardín.
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El chico del jardín ||Smeraldo|| [One-shot]
FanfictionLo observaba desde el otro lado de la valla. La primera vez que lo vio fue la primera vez que se enamoró. Se podría decir que fue amor a primera vista. Siempre que lo veía estaba ensimismado mirando a su querida flor de color esmeralda.