Sólo el hombre que de día se encierra y vela muchas horas de la noche para ganar con qué satisfacer los caprichos de una mujer querida -díjome en quebrantada voz mi infeliz amigo-, comprenderá el placer de juntar a escondidas una regular suma, y así que la redondea, salir a invertirla en el más quimérico, en el más extravagante e inútil de los antojos de esa mujer. Lo que ella contempló a distancia como irrealizable sueño, lo que apenas hirió su imaginación con la punzada de un deseo loco, es lo que mi iniciativa, mi laboriosidad y mi cariño van a darle dentro de un instante… Y ya creo ver la admiración en sus ojos y ya me parece que siento sus brazos ceñidos a mi cuello para estrecharme con delirio de gratitud.
Mi único temor, al echarme a la calle con la cartera bien lastrada y el alma inundada de júbilo, era que el joyero hubiese despachado ya las dos encantadoras perlas color de rosa que tanto entusiasmaron a Lucila la tarde que se detuvo, colgada de mi brazo, a golosinear con los ojos el escaparate. Es tan difícil reunir dos perlas de ese raro y peregrino matiz, de ese hermoso oriente, de esa perfecta forma globulosa, de esa igualdad absoluta, que juzgué imposible que alguna señora antojadiza como mi mujer, y más rica, no la encerrase ya en su guardajoyas. Y me dolería tanto que así hubiese sucedido, que hasta me latió el corazón cuando vi sobre el limpio cristal, entre un collar magnífico y una cascada de brazaletes de oro, el fino estuche de terciopelo blanco donde lucían misteriosamente las dos perlas rosa orladas de brillantes.
Aunque iba preparado a que me hiciesen pagar el capricho, me desconcertó el alto precio en que el joyero tasaba las perlas. Todas mis economías, y un pico, iban a invertirse en aquel par de botoncitos, no más gruesos que un garbanzo chiquitín. Me asaltó la duda -¡soy tan poco experto en compras de lujo!- de si el joyero pretendería explotar mi ignorancia pidiéndome, sólo por pedir, un disparate, creyendo tal vez que mi pelaje no era el de un hombre capaz de adquirir dos perlas rosa. A tiempo que pensaba así, observé, al través del alto y diáfano vidrio de la tienda, que pasaba por la acera mi antiguo condiscípulo y mejor amigo Gonzaga Llorente. Ver su apuesta figura y salir a llamarle fue todo uno. ¿Quién mejor para ilustrarme y aconsejarme que el elegante Gonzaga, tan al corriente de la moda, tan lanzado al mundo, tan bien relacionado, que cada visita que hacía a nuestra modesta y burguesa casa -y hacía bastantes desde algún tiempo acá- yo la estimaba como especialísima prueba de afecto?
Manifestando cordial sorpresa, Gonzaga se volvió y entró conmigo en la joyería, enterándose del asunto. Inmediatamente se declaró admirador de las perlas rosa, y añadió que sabía que andaban bebiendo los vientos por adquirirlas ciertas empingorotadas señoras, entre las cuales citó a dos o tres de altisonantes títulos. En un discreto aparte me aseguró que el precio que exigía el joyero no tenía nada de excesivo, en atención a la singularidad de las perlas. Y, como yo recelase aún, molestado por el piquillo que en aquel momento no me era posible abonar, Gonzaga, con su simpática franqueza, abrió la cartera y me entregó varios billetes bromeando y jurando que si yo no admitiese tan pequeño servicio, en todos los días de su vida volvería a mirarme a la cara. ¡Qué miserables somos! No debí aceptar el préstamo; no debí llevar a mi casa sino lo que pudiese pagar al contado… Pero la pasión me dominaba y hubiese besado de rodillas la mano que me ofrecía medio de satisfacerla. Convinimos en que Gonzaga almorzaría con nosotros al día siguiente, en celebración del estreno de las perlas rosa, y con el estuche en el bolsillo me dirigí a mi casa disparado; quisiera tener alas.
Lucila trasteaba cuando yo entré, y al verme plantado delante de ella, diciéndole con cara de beatitud: «Regístrame», comprendió y murmuró: «Regalo tenemos». Viva y traviesa (¡su manera de ser!) revolvió mis bolsillos haciéndome cosquillas deliciosas, hasta acertar con el estuche. El grito que exhaló al ver las perlas fue de esos que no se olvidan jamás. En la efusión de su agradecimiento, me sobó la cara y hasta me besó… ¡Puede que en aquel instante me quisiese un poco! No acertaba a creer que joya tan codiciada y espléndida le perteneciese; no podía convencerse de que iba a ostentarla. Y yo mismo, desabrochando los sencillos aretes de oro que Lucila llevaba puestos, enganché las perlas rosa en las orejitas pequeñas, encendidas de placer. Me hace mucho daño acordarme de estas tonterías, pero me acuerdo siempre.
Al otro día, que era domingo, almorzó en casa Gonzaga, y estuvimos todos bulliciosos y decidores. Lucila se había puesto el vestido de seda gris, que le sentaba muy bien, y una rosa en el pecho -una rosa del mismo color de las perlas-. Gonzaga nos convidó al teatro y nos llevó a Apolo, a una función alegre, en que sin tregua nos reímos. A la mañana siguiente volví con afán a mis quehaceres, pues deseaba saldar cuanto antes el pico, resto de las perlas. Regresé a mi casa a la hora de costumbre, y al sentarme a la mesa, mi primera mirada fue para las orejas de Lucila. Di un salto y lancé una interjección al ver que faltaba del diminuto cerco de brillantes una de las perlas rosa.
-¡Has perdido una perla! -exclamé.
-¿Cómo una perla? -tartamudeó mi mujer echando mano a sus orejas y palpando los aretes. Al ver que era cierto, quedóse tan aterrada que me alarmé, no ya por la perla, sino por el susto de Lucila.
-Calma -le dije-. Busquemos, que aparecerá.
Excuso decir que empezamos a mirar y a registrar por todas partes, recorriendo la alfombra, sacudiendo las cortinas, alzando los muebles, escudriñando hasta cajones que Lucila afirmaba no haber abierto desde un mes antes. A cada pesquisa inútil, los ojos de Lucila se arrasaban de lágrimas. Mientras resolvíamos, se me ocurrió preguntarle:
-¿Has salido esta tarde?
-Sí…, creo que sí… -respondió titubeando.
-¿A dónde?
-A varios sitios… Es decir… Fui…. por ahí…. a compras…
-Pero… ¿a qué tiendas?
-¡Qué sé yo! A la calle de Postas…, a la plazuela del Ángel…, a la Carrera…
-¿A pie o en coche?
-A pie… Luego tomé un cochecillo.
-¿No recuerdas el punto…. el número?
-¿Cómo quieres que lo recuerde? ¡Válgame Dios! Si era un coche que pasaba -objetó nerviosamente Lucila, que rompió a sollozar con amargura.
-Pero las tiendas sí las recordarás… Dímelas, que iré una por una, a ver si en el suelo o en el mostrador… Pondremos anuncios…
-¡Si no me acuerdo! ¡Por Dios, déjame en paz! -exclamó tan afligida que no me atreví a insistir, y preferí aguardar a que se calmase.
Pasamos una noche de inquietud y desvelo. Oí a Lucila suspirar y dar vueltas en la cama como si no consiguiese dormir. Yo, entre tanto, discurría modos de recuperar la perla rosa. Levantéme temprano, me vestí, y a las ocho llamaba a la puerta de Gonzaga Llorente. Había oído decir que la Policía, en casos especiales, averigua fácilmente el paradero de los objetos perdidos o robados, y esperaba que Gonzaga, con su influencia y sus altas relaciones, me ayudaría a emplear este supremo recurso.
-El señorito está durmiendo; pero pase usted al gabinete, que dentro de diez minutos le entraré el chocolate y preguntaré si puede usted verle -dijo el criado, al notar mi insistencia y mi premura.
Me avine a esperar. El criado abrió las maderas del gabinete, en cuyo ambiente flotaban esencias y olor de cigarro. ¡Cuando pienso en lo distinta que sería mi suerte si aquel criado me hace pasar inmediatamente a la alcoba…!
Lo cierto es… que al primer alegre rayo de sol que cruzó las vidrieras, y antes de que el criado me dijese «tome usted asiento», ya había visto brillar sobre el ribete de paño azul de la piel de oso blanco, tendida al pie del muelle diván turco, ¡la perla, la perla rosa!
Si esto que me sucedió le sucede a usted, y usted me pregunta qué debe hacerse en tales circunstancias, yo respondo de seguro con gran energía: «Coger una espada de la panoplia que supera el diván y atraversársela por el pecho al que duerme ahí al lado, para que nunca más despierte». ¿Sabe usted lo que hice? me bajé, recogí la perla, la guardé en el bolsillo, salí de aquella casa, subí a la mía, encontré a mi mujer levantada y muy desencajada; la miré y no la ahogué. Con voz tranquila le ordené que se pusiese los pendientes. Saqué la perla del bolsillo…. y cogiéndola entre los dedos, le dije:
-Aquí está lo que perdiste. ¿Qué tal, lo encontré pronto?
Es cierto que al acabar me dio no sé qué arrechucho o qué vértigo de locura. Eché mano a aquellas orejas diminutas, arranqué de ellas los pendientes, y todo lo pisoteé. Por fortuna, pude dominarme en el acto…. y bajar la escalera y refugiarme en el café más próximo, donde pedí coñac…
¿Qué si he vuelto a ver a Lucila?… Una vez…. iba del brazo de «otro», que ya no era Gonzaga. Por cierto que me fijé en que el lóbulo de la oreja izquierda lo tiene partido. Sin duda se lo rasgué yo involuntariamente.