Día de Muertos

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Los malditos perros no paraban de ladrar y Manuel estaba cada vez más desesperado. Se había asomado una veintena de veces por la ventana para ver que no había nadie afuera, solo los malditos perros ladrando.

Tenía que acabar un trabajo para la facultad, pero era imposible concentrarse con ellos y el escándalo que tenían formado en el exterior. Se asomó una vez más, quizá fuera algún conejo, o incluso, a las malas, una rata que rondara la casa. Es lo que tenía vivir en el campo, que los animales tenían libertad para moverse por todas partes. Añoró por un momento su vida en la ajetreada ciudad, el ruido molesto de los coches, claxon, sirenas de ambulancias, policía y bomberos. El ir y venir de los vecinos. El cotidiano ruido de una gran urbe y no estos desesperantes y continuos ladridos. Esos ladridos que le hicieron regresar a la realidad y al momento presente. Los perros ya no solo ladraban si no que además se deleitaban con lastimeros aullidos como si de lobos se trataran en una noche de luna llena.

Se levantó y se dirigió pesadamente, arrastrando los pies hacia la puerta. Los tres animales se habían acorralado ellos mismos, pegados a la madera de esta. Cuando la abrió ninguno se movió aún así, se limitaron a formar filas impidiendo la entrada a la casa, ladrando y aullando cada vez con más desesperación para acabar gruñendo, sacando los dientes, con los ojos enrojecidos y babeando desmesuradamente.
Escudriñó con inquietud los alrededores, pero no había nada que pudiera explicar esa actitud de los fieles canes. Intentó calmarles y puso una mano sobre el lomo de uno de ellos,se apaciguó.

— Tranquilos, chicos. No pasa nada. No hay nada, ¿tal vez una serpiente se acercó demasiado?

El animal al que tocaba se volvió hacía él, como si hubiera comprendido sus palabras y le contestó con un lastimero gemido. Cada vez estaba más inquieto él también. No entendía qué ocurría así que intentó abrirse paso entre ellos tratando de averiguar lo que les mantenía en ese estado de desasosiego. Sin embargo, el mismo que le había mirado casi suplicante, intentó morderle de forma salvaje.

Por supuesto no se dejó amedrentar y le empujó hasta conseguir abrir esa barrera animal, mientras ellos mordían al aire, gemían, aullaban, ladraban con tal desesperación que se le pusieron los vellos de punta.

Una ligera neblina le atacó al separarse de la protección de la casa. Sintió que el frió se le colaba hasta el fondo de los huesos y tembló de forma violenta. Tan solo fueron unos segundos, los suficientes para que el terror le dominara de tal manera que corriera hacia el interior de la construcción. Llamó a los perros, pero estos se habían calmado ahora y dormitaban tranquilamente a un lado del pequeño porche, los tres acurrucados unos contra otros. Sonrió ante la escena y se relajó. En realidad no, no lo consiguió, tenía los nervios destrozados, el vello aún erizado y la visión de sus animales en vez de calmarle le intranquilizó más. No era normal que después tanto tiempo armando escándalo ahora durmieran tranquilos.

— Manuel, no seas chiquillo. Pues claro que duermen, están agotados después de la que han liado, han conseguido llamar mi atención, ya está. ¿Ya está? No estoy tan seguro. Entra para dentro y cierra la puerta, por si acaso. Algo me dice que esto no está bien. No seas tonto Manuel, que sea el día de difuntos no significa nada. Esas historias para niños no me afectan.
El chico mantenía esa conversación con él mismo intentando darse ánimos. Caminó hasta la puerta y cerró. El ambiente estaba más frío que antes. Se dirigió al calor del cuarto de estar frotándose las manos.

Miró sus apuntes y el libro abierto. Tomaría un café antes de volver a reanudar su labor, necesitaba templar los nervios y entrar en calor.

Se dirigió a la cocina, el frío se intensificó. Primero son los escalofríos los que dan paso a un temblor irracional que apenas le deja coger la taza en la que calentar la leche y se le cae al suelo, los cristales y el líquido se dispersan por las baldosas.

Se dirige a una silla y se sienta sin poder parar de temblar, ahora comprende que los animales lo que pretendían era que no entraran en la casa, pero ahora están ahí los siente, los presiente. Nota como le ahogan y le aprietan suavemente el brazo hasta que la intensidad va subiendo y leves moratones empiezan a aparecer en su piel.

Jadea e intenta huir, pero se siente acorralado por la fría presencia. Se escurre con la leche vertida en el suelo y cae. Nota como el peso de los entes sube a su cuerpo y se ensañan con él. Los mordiscos en la cara, en las piernas, las manos que se aferran a su cuello apretando hasta dejarle sin respiración para aflojar y volver a oprimir, creando pequeñas muertes, formando petequias en su cara, rompiendo las venas de los ojos.
Las macabras risas invaden el silencio sepulcral del lugar. Finalmente se desmaya.

Cuando despierta se da cuenta de que se ha dormido sobre su trabajo para la facultad, el café se ha enfriado sin tomárselo y afuera los perros ladran desesperados.

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