Prólogo

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Londres, septiembre 1818

―¡No! ¡No puede ser! ―chilló Alexander Croft, conde de Swindon―. ¡Has hecho trampa!

―¿Te atreves a acusarme de trampa?, ¿en frente de todos estos respetables caballeros, Swindon? ―espetó Michael Martin con frialdad―. He ganado lo último que tenías para apostar esta noche. Y, debo decir, que me alegra mucho liberar a tu esposa y a tus hijos de un ser miserable como tú.

El murmullo de voces masculinas que estaban pendientes de la mano de whist más interesante que se haya llevado a cabo en los últimos años en aquel garito, le daba la razón al ganador y miraban con reproche y reprobación al perdedor.

Michael tomó el documento que estaba sobre la mesa de juego, el cual acreditaba que él era ahora el propietario de lady Swindon y sus dos hijos. Le dio una última lectura rápida, lo plegó y se lo metió en el bolsillo interior de su chaleco. Miró de soslayo al conde, quien lo miraba desafiante ―cosa que no le afectaba en lo absoluto―, y se levantó de su asiento, tomando con parsimonia en el proceso, su levita y miró con desdén al desafortunado conde.

―¿Dónde está lady Swindon? ―preguntó Michael poniéndose la levita. Mientras se ajustaba las mangas, se puso a pensar en cómo le iba a comunicar a esa pobre mujer, la situación en la que se encontraba. Nunca imaginó que, al terminar esa noche de apuestas, sería el dueño de una condesa y sus dos hijos. Si él no jugaba esa mano, Swindon hubiera apostado a su esposa contra cualquier otro de los caballeros presentes, y el destino de lady Swindon sería mucho menos alentador.

Él podía jurar por lo más sagrado, que no tenía segundas intenciones. Y bien sabía que varios de los «respetables caballeros» que estaban en ese lugar, no serían tan considerados y honorables a la hora de reclamar su premio.

―¿Tan rápido te apropiarás de ella? ―atacó Alexander con sorna.

―Eso no es de tu incumbencia, Swindon ―replicó Michael imperturbable, quitándose una pelusa imaginaria de su impecable levita negra―. De cualquier forma, todo el mundo sabe que te has separado de ella, e incluso, has tenido el descaro de pasear con tu amante por Vauxhall Gardens, a vista y paciencia de la alta sociedad. Tu inútil intento de hacerme perder los estribos no ha funcionado en realidad, lo que haga ahora con la condesa, no debería afectar en lo más mínimo tu hombría. Has perdido y ahora es mía ―replicó Michael indolente, dando un claro mensaje, tomaría lo que era de él―. Ahora, milord, contesta mi pregunta, ¿dónde está? ―insistió.

―En Richmond, en Yorkshire del norte ―respondió el conde de mal modo, recordando, sin sentir ni una pizca de remordimiento, la cara desfigurada de decepción de su esposa cuando le informó que debía irse de Londres con sus hijos, y que ya no la quería viviendo en la misma casa que él. En el estricto rigor: la expulsó―. Está viviendo en mi propiedad campestre, Garden Cottage.

―Asumo que esa propiedad también la has perdido ―señaló Michael lo obvio, tomando en cuenta el comportamiento del conde.

Silencio.

―¿Cuándo irás a buscarla? ―preguntó Swindon en cambio, para no confirmar. No quería darle la razón a Michael, porque también había perdido esa propiedad hacía unos días.

―Eso tampoco es de tu incumbencia. Desde ahora, todo lo concerniente a lady Swindon o sus hijos, solo me atañe a mí ―contestó Michael severo, ya estaba harto del conde y lo mal perdedor que era. Pero, en el fondo, él estaba preocupado. No pudo evitar pensar que le quedaba poco tiempo para hacer el viaje a Richmond, dado que, más temprano que tarde, Garden Cottage sería reclamada por su nuevo dueño. Pero lo que más le inquietaba, era que debía pensar en cómo resolver el problema en el cual se había metido, porque era un hombre casado.

Él, en una mezcla de esperanza y obstinación, quería pensar que todavía lo estaba. Su esposa llevaba tres años desaparecida junto con su hijo, gracias a la intervención de su abuelo, el duque de Hastings, un ser sin corazón y egoísta, que solo se dedicaba a hacer su voluntad, sin importarle a quién perjudicaba en el proceso.

«Esa mujerzuela no es digna de esta familia, no está a la altura de nuestra cuna», vociferó el duque cuando se enteró del rumor de que él se había comprometido con Laura Coatsworth, una mujer sin título ni posición, que se ganaba la vida como ayudante de un importante sastre. Lo que el viejo miserable no sabía, era que sus gritos llegaban más que tarde. Michael llevaba un poco más de dos años ocultando su matrimonio; cuando ella le confesó que estaba esperando un hijo de él, se casó de inmediato.

Michael sintió una horrible sensación de injusticia, él había perdido a su familia, su tesoro más preciado, y, en cambio, el hombre que tenía en frente, ni siquiera le había temblado la mano para deshacerse de la suya.

Infeliz malnacido.

―¿Sabes lo que odio de nuestra clase, que se supone que es noble? Son las personas como tú, Swindon... tanto que se vanaglorian del poder del dinero, la alcurnia de su estirpe, la posición que ostentan. Sin embargo, la realidad es otra; tú, yo, y la gente que está ahí afuera, todos somos iguales. Sangre roja en las venas, alma, corazón... Y, en este preciso momento, puedo asegurar que es más noble el tipo que se levanta al alba a retirar tu bacinica, que tú ―declaró Michael firme, su tono de voz había cambiado, y parecía no pertenecer a ese hombre de dual apariencia; un joven inofensivo, y despreocupado, gracias al cabello castaño revuelto y a las gafas que usaba por su leve miopía; y, a la vez, esa misma persona, era un elegante, honorable y digno caballero que siempre vestía impecable―. Ya no tolero más verte a la cara, jamás entenderás nada. Me retiro, buenas noches, caballeros... excepto a uno.


Whist es un clásico juego de cartas en inglés, que se jugó ampliamente en los siglos XVIII y XIX. Aunque las reglas son simples, hay un margen para el juego científico. Tiene cierta similitud con la brisca española.

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