Han pasado varios años desde que sucedió.
La muerte solo… se detuvo. La gente dejó de fallecer.
Superficialmente, eso suena fantástico. Pero la realidad es mucho peor que cualquier cosa que hubiera podido imaginar.
Trabajo como un cirujano de trauma en uno de los hospitales más solicitados del país. Y créeme, mi trabajo cambió significativamente luego del evento.
Claro, se ve genial cuando aparece el diabético de sesenta y ocho años con una condición cardíaca, quejándose de dolor en el pecho: clínicamente, ha muerto por un ataque cardíaco. Pero aparte de la incomodidad, es enviado a casa con su familia. Tienen más tiempo juntos.
Pero ese es el mejor caso.
Hace dos semanas, tuvimos una víctima de quemadura luego de un choque de alta velocidad que resultó en su auto explotando en llamas. En la actualidad, tenemos un torso y poco más encerrado en un armario de suministros porque todo lo que puede hacer es gritar y sacudirse. Sin ojos, sin lengua, sin extremidades con las cuales comunicarse. No sabemos qué hacer con él.
Luego de esa emergencia, me retiré a una oficina desolada, abrí mi frasco de alcohol y me tragué una cantidad significativa de pastillas. Descansé mis codos en la mesa, sintiendo el aporreo del pulso en mis sienes mientras intentaba lidiar con todo.
Y ese es el tipo de cosa en la que se ha convertido mi trabajo. Soy más un personal de mantenimiento que un doctor. Las personas vienen con partes dañadas, y yo intento hacerlas funcionales de nuevo.
Un niño de once años viene luego de ser embestido por un conductor ebrio. Más del sesenta por ciento de sus huesos están rotos, fragmentados. No hay forma de repararlos de manera que funcionen otra vez. En el mundo anterior, habría fallecido. Hoy día, sus padres se lo llevan a casa para que se quede acostado por la eternidad.
Más pastillas. Más alcohol. Más sienes pulsantes.
Mientras que los asilos se llenan, y se desbordan, muchos de los que trabajan en esa industria, renuncian. Se ha vuelto bastante común ver ancianos acostados a un lado de la carretera, o en basureros, o enterrados vivos, incluso, porque las familias no son capaces de interiorizar el concepto de cuidar un cuerpo inválido por la eternidad.
Más pastillas. Más alcohol. Mi salud declina.
Ayer vino una mujer normal de treinta años quejándose de dificultad para respirar. Al examinarla, descubrimos que sufrió un derrame masivo la noche anterior. De nuevo, en los tiempos de antes, habría fallecido. Ahora tenía que aguantar con que todas las funciones automáticas de su cuerpo se desactivaran, y debía actuar sobre ellas de forma consciente. Su dolor era porque tenía que forzar aire dentro de sus pulmones, cuando, antes, su cuerpo solía hacerlo por su propia cuenta.
Más pastillas. Más alcohol. No me siento bien. Mis sienes absolutamente me martillean.
Hoy, una mujer sufrió un aborto espontáneo. Ahora nos toca ver qué haremos con un feto retorciéndose de solo unos meses de desarrollo.
En la sala de descanso, ebrio y drogado como siempre, acaricio mis sienes, palpando la quietud bajo mis dedos.
Mis ojos se abren de golpe. Mierda.