Cuando era pequeño no me importo nunca nada, no existía la muerte, no existía un final, yo era el rey del mundo; jugaba, reía, corría, lloraba, gritaba y no me importaba nada.
No me importaba NADA.
Solo vivía, no me importaba si algún día moriría, si algún día correría algún peligro, si podría enfermar de alguna enfermedad terminal, no me importaba si alguien que no fuera mi papá regañandome; me rompiera el corazón.
¡Vaya sorpresa!
¿No?
Cuando uno crece, va adquiriendo responsabilidades, ese disfrute que tenía de pequeño de la vida, se va extinguiendo, se va apagando la ilusión, nos volvemos máquinas de trabajo, preocupados por el mañana, por el trabajo, la tarea, por la escuela, por la opinión de otros, martirizados por la realidad.
Cansados de existir, ocultando nuestra infelicidad detrás de una botella de alcohol, escapando de la realidad con drogas.
Porque a mis 16 años, me siento terrible, de nunca haberme detenido a ver un atardecer, una puesta de sol, terrible, de no detenerme a decirle a mis padres lo tanto que los amo; porque no se que estoy esperando, a que el mismo sol se extinga, o a que mis padres dejen esta vida, ¿porque?
¿Porque?
¿Porque tenemos que sufrir para aprender de verdad?
Yo digo, que a veces no nos damos cuenta, de lo que en realidad vale la pena, de lo que tenemos, de lo que somos.
La vida duele, cuando pensamos mucho, y sentimos poco, duele cuando no nos detenemos a ver lo hermoso que es existir, duele cuando no vemos un hermoso atarder, la vida es corta, es breve, se acaba en un segundo, no esperes a tu agonía para darte cuenta de que viviste con miedo, y lo peor que nunca viviste de verdad, hoy es la oportunidad que tienes de vivir, de disfrutar, de reír, de cantar, no la desaproveches. Igual sea tu última oportunidad, nadie lo sabe, pero a veces es mejor pensar que este es nuestro último día, para darnos cuenta de lo pequeños que somos, de lo rápido que podríamos dejar de respirar, y valorar la vida, y vivirla.