Capitulo 1

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La noche mil veces maldita

Lo malo y lo bueno de los cuentos es que nos hacen soñar con que algún día se harán realidad. No sabemos si realmente las princesas de las que hablan existieron o no, si los amantes furtivos pueden tener finales felices o si las brujas son tan malvadas como pueden parecer, pero queremos creerlo. Al final, solo, una mera distracción para enfrentar una realidad más cruda: las brujas son reinas, las guerras no se terminan con un beso de amor y las princesas encerradas, si las hay, terminan siendo princesas muertas que ningún joven príncipe puede rescatar.
El mundo real nunca es como dicen en los cuentos.

La princesa Serenity de Anderia, no obstante, no lo sabía. Ella, en su juventud, en su inocencia, había decidido creer que los sueños pueden hacerse realidad y que como princesa también la esperaría su "felices para siempre" después de una serie de tristes desencuentros. Como todas las princesas de los cuentos, ella tenía un enamorado; un muchacho de condición desafortunada, pues su amado servía al reino que desde hacía años batallaba con el suyo: Anderia y Lothaire arrastraban una guerra que, por aquel entonces, ya duraba más de lo inimaginable. Muchos habían sido los caídos, muchas habían sido las desgracias, muchas las lágrimas y mucho el sufrimiento  provocado. Beryl de Lothaire, reina del país de las hadas, nunca perdonaría a Anderia, país de los humanos, agravios que se confundían en el tiempo entre leyendas y realidad. Beryl fue la bruja en este cuento. Serenity y su enamorado fueron solo dos de sus tantas víctimas.

El final de esta historia se escribió en una noche en la que, si la vida fuera un cuento, todo habría salido bien. Una de esas noches maravillosas en las que las historias de amor se salvan con una boda a tiempo y un beso a la luz de la luna. Una de aquellas noches en las que la princesa Serenity salía a escondidas de su castillo para ir a encontrarse con Endymion, aquel guerrero del reino contrario que hacía tiempo que le había robado el sentido y el corazón. Una de esas noches en las que los amantes disfrutaban de su romance de espaldas al mundo, pues si alguien descubría aquella unión que parecía burlarse de la guerra misma, habría sido el caos. Por eso Endymion y Serenity se citaban siempre a solas, a oscuras, con la única presencia de las estrellas como testigos de su dulce pecado: ellas allí arriba seguían brillando, siempre observadoras, y parecían las únicas que realmente confiaban en su amor.

Serenity, sin embargo, estaba más nerviosa que nunca en aquella ocasión. Asustada, inquieta, temerosa de lo que la esperaría tras aquel encuentro oculto que había decidido que fuese el último. No porque quisiera dejarle, sino porque no quería seguir viviendo su amor de aquella manera. No podía, de hecho, pues había un secreto que debía salir a la luz. Un secreto que sería la unión definitiva para dos almas que se habían amado desde siempre. Serenity había decidido suplicarle a Endymion lo que tantas veces le había ofrecido ya: que huyese con ella, vivir juntos, desafiar aquella reina que mantenía cautivo su amor. No dudaba de que en aquella ocasión su amado no podría negarse. Todo debería salir bien: Endymion seguro huiría de Lothaire después de saber lo que ella tenía que decirle. Se casarían y vivirían en el castillo de la princesa, felices para siempre. Así como deben acabar todos los cuentos.

Ansiosa por que sus deseos se hicieran realidad, Serenity llegó más pronto de lo habitual a su cita. Preocupada, enamorada, asustada, temblorosa, esperó por su amado bajo la foresta en la que siempre se encontraban. Allí aguardaba ella, con la posibilidad de un cuento hecho realidad entre sus dedos: un cuento prohibido, pero su cuento al fin y al cabo. Y tenía derecho a un final feliz.

-- ¿Serenity?--

La voz del amante sonó por encima del ulular de los búhos y del silbido del viento. Hizo que el frío desapareciera, que la noche se convirtiera en día y que las estrellas brillasen con más fuerza de la que de por sí tenían. Serenity lo amaba de una manera que rayaba la demencia, que pasaba por la más insólita necesidad. Por  eso cuando él apareció en la penumbra de aquel lugar apartado, ella no pudo evitar suspirar de alivio por volver a encontrarlo. El caballero, como un devoto delante de la imagen de su diosa, se arrodilló ante ella. El joven no se sentía merecedor de una presencia tan pura, tan brillante, como le parecía la de su enamorada, por eso siempre se postraba a sus pies para adorarla en silencio. Y ella, pese a que era una princesa, siempre caía a su lado  para abrazarlo y fundirse entre sus brazos: allí se detenía el mundo, con los suspiros del reencuentro abandonados en un beso que llevaba demasiado tiempo esperando.

Secretos de luna llena: AlianzasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora