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El sonido del goteo era como un metrónomo. Fuera, en algún lugar de la salida de incendios, las gotas de agua alimentadas por la incesante lluvia caían sobre alguna superficie metálica. A Emma Royale el ruido le sonaba tan fuerte como el de un timbal y le provocaba una mueca mientras esperaba la siguiente salpicadura en el silencioso apartamento de Logan Stewart. Durante largas horas, la única rivalidad había sido la del compresor de la nevera, que se conectaba y se
desconectaba cíclicamente; el siseo y los gorgoteos del radiador a medida que la temperatura subía, y la ocasional y distante sirena o bocinazo, sonidos estos últimos tan típicos de Nueva York que la mente de la gente hacía instintivamente
caso omiso de ellos. Sin embargo, Emma no era tan afortunada. Después de tres horas agitándose y dando vueltas, se había vuelto hipersensible a todos los ruidos que la rodeaban.
Se dio la vuelta nuevamente y abrió los ojos. Unos delgados dedos de luz se extendían alrededor de los bordes de la cortina de la ventana permitiéndole una mejor visión del austero y gris apartamento de Logan. La razón de que ambos estuvieran allí en lugar de en casa de ella era su dormitorio: era tan pequeño que
lo único que cabía en él era una cama individual, lo cual hacía realmente
problemático dormir juntos. Y además estaba el deseo de Logan de estar cerca de su querida cancha de baloncesto.
Emma echó un vistazo al radiodespertador. A medida que los dígitos avanzaban sin cesar, se fue poniendo de mal humor. Sabía que sin haber descansado, a la mañana siguiente en la oficina del forense estaría para el arrastre. Se preguntó cómo era posible que hubiera superado su etapa en la facultad de medicina y la de residente, donde la privación de sueño era lo habitual de todos los días. Aun así, Emma sabía que su incapacidad de esos
momentos para conciliar el sueño no era lo único que la ponía de mal humor. A decir verdad, su malhumor era la razón principal de que no pudiera dormir.
Había ocurrido bien entrada la noche cuando Logan, sin querer, le había
recordado su inminente aniversario al preguntarle si le apetecía hacer algo especial para celebrarlo. Emma sabía que se trataba de una pregunta sin malicia, ya que él la había formulado en el relajado ambiente de después de haber hecho el amor; sin embargo, había hecho añicos sus elaboradas defensas para vivir día a día y evitar pensar en el futuro. Parecía imposible, pero pronto tendría cuarenta y tres años. El tópico sobre el tictac del reloj de la maternidad era cierto, y el de ella estaba haciendo sonar la alarma.
Dejó escapar un suspiro involuntario. En su soledad, mientras las horas iban transcurriendo, no había dejado de rumiar acerca del atolladero en el que se veía. Tratándose de su vida íntima, las cosas no le habían salido bien desde la época de la preparatoria. Logan estaba satisfecho con aquella situación, como lo demostraba su relajada silueta y los sonidos de su placentero sueño, lo cual no hacía más que empeorar las cosas para ella. Emma deseaba tener familia.
Siempre había dado por hecho que tendría una; sin embargo, allí estaba, con casi cuarenta y tres años, viviendo en un apartamento de mala muerte en un barrio del extrarradio de Nueva York, acostándose con un hombre que era incapaz de decidirse con respecto al matrimonio y los hijos.
Suspiró de nuevo. En otro tiempo había intentado deliberadamente no
molestar a Logan, pero en aquellos momentos ya no le importaba. Había decidido que iba a volver a intentar hablar con él a pesar de que sabía que se trataba de un tema que él evitaba deliberadamente. Pero esta vez ella iba a exigir algún cambio. Al fin y al cabo, ¿por qué debía conformarse con una vida miserable en un apartamento más apropiado para una pareja de estudiantes sin un centavo  que para dos patólogos forenses titulados —porque eso eran Logan y ella— y con una relación donde las cuestiones del matrimonio y los hijos eran unilateralmente verbotten?
De todas maneras, las cosas no iban tan mal. En el aspecto profesional no
podían ir mejor. Le encantaba su trabajo en el departamento forense de Nueva York, donde llevaba trece años trabajando, y se sentía afortunada de tener como colega a Logan, con quien podía compartir la experiencia. Los dos se sentían impresionados por el desafío intelectual que ofrecía la patología forense. Cada día veían y aprendían algo nuevo y estaban de acuerdo en muchos aspectos:
ambos eran muy poco tolerantes con la mediocridad, y a los dos les molestaban las imposiciones políticas derivadas de formar parte de una burocracia. No obstante, por muy compatibles que fueran en el trabajo, eso no compensaba el
largamente acariciado deseo de Emma de formar una familia.
De repente, Logan se agitó y se giró hasta quedar boca arriba, con los dedos entrelazados y las manos sobre el pecho. Emma contempló su dormido perfil. A sus ojos resultaba un hombre atractivo, con sus cortos cabellos castaños salpicados de gris, tupidas cejas y recias facciones que siempre, incluso durmiendo, parecían sonreír. Ella lo encontraba a la vez agresivo y amable;
audaz y modesto; desafiante y generoso y, casi siempre, alegre y divertido. Con su rápida agudeza y a pesar de su inclinación a correr riesgos, la vida nunca resultaba aburrida a su lado. Por otra parte, podía ser irritantemente tozudo,
especialmente en lo que a hijos y matrimonio se refería.

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