Era sábado por la noche, el día que nos conocimos.
Recuerdo que por aquel entonces solía ir todos los sábados al templo, sentarme en la última banca por horas, en el extremo derecho, hasta que papá viniera por mí para llevarme a casa. Una costumbre ciertamente heredada por mi abuela, quien se había hecho católica tras la Segunda Guerra Mundial. Seguir una tradición familiar… fue precisamente el inicio de todo.
Por años, desde muy pequeña, me acostumbre a hablar a esa nada solemne, a la presencia de la creación misma, a aquel dios omnipotente que con uno solo de sus resoplos podía hacerme desaparecer en un instante.
El día que nos conocimos, tú y yo, regresaba del grupo juvenil de la iglesia. Regresaba a tener mi platica sabatina de siempre, a preguntar y responderme sola confiada de la inspiración divina. Los sacerdotes decían que, tarde o temprano, el señor me bendeciría con un gran regalo, que mi fe tendría una enorme recompensa. Es curioso, ¿sabes?, que el día que nos conocimos pensaba en cual sería, que podría ayudarme a llenar el vacío cada vez más grande que tenía dentro de mí.
No me di cuenta que estabas allí, no hasta que tus piernas hicieron ese crujido con el reclinatorio, hasta que pateaste el respaldar con tu pie. Entraste en mi conversatorio con Dios, rompiste el silencio que reinaba allí. Tu presencia hizo eco en el techo de bóveda.
Por aquel entonces, bueno, me conoces bien, y sabes que en ese tiempo no era de las personas que gritaban ni de las que te hubieran echado del lugar. No podía culparte, en aquella noche pensé que serias un peregrino descarriado de los que necesitaba ayuda; ciega de la verdad, tonto, ¿no?
Yuu... ¿Te acuerdas del primer día que nos vimos?
Las bancas claras del templo hacían un extraño contraste contigo, vestido de negro. Tu sola presencia marcaba una diferencia en el lugar, provocando a las imágenes, desafiando al crucifijo. Aun pienso que es muy extraño que no te haya tenido miedo, que voltease a verte y me provocara acercarme, la luz era tan tenue, y tú, tu calzabas tan perfectamente en ese mundo de sombras que me atrajo a tu lado.
Estabas con los ojos cerrados, apenas podía distinguir tus facciones. Me senté a tu costado derecho, mirando al altar, sin saber que decir, como reaccionar, esperando la misericordiosa respuesta que nunca llegó.
Giraste hacia mí, mostrándome tus ojos, tu rostro. La poca luz que llegaba de los candelabros de la parte alta brillaba debajo de tu labio inferior, una sombra negra y poco definida cubría tus párpados. Definitivamente no eras de este mundo, entonces ¿por qué llegaste aquella noche a la última banca del lado derecho?
“¿Por qué vienes a este lugar?”, allí nuestras miradas se encontraron, no tenía la respuesta, pero me recordaste cuando la ansiaba. Por vergüenza, por desconcierto, bajé la mirada. Tú suspiraste y me sentí extraña al sonido de tu voz.
Decirte algo, realmente lo deseaba, poder defenderme, defender mi fe; pero no salía nada de mi boca. Intentaste pararte, pero fue inútil, solo caíste rápidamente al reclinatorio, supe que estabas tomado. No sentí miedo, no me decepcioné, no quería irme y me acomodé también tocando el piso. Empezaste a reír. Sentí ganas de hacer lo mismo también y nuestras voces comenzaron a llegar hacia el techo, a multiplicarse en todo el espacio y retornar a nuestros oídos. La iglesia nunca tuvo más ruido que aquel sábado.
“Enséname a hacer eso que ustedes hacen, esa señal”. Aún hoy me pregunto porque querías aprender a persignarte. Tal y como mi abuela me enseño de pequeña, me puse en frente tuyo y pronuncié las sagradas palabras mientras hacia el movimiento con mi mano derecha. Girarte confundido tu cabeza, a lo que repetí la mímica.