Metáfora de 1964.

35 3 1
                                    

Salgo corriendo de casa. Es 1964, y estoy usando un abultado vestido amarillo con flores rojas. Mi cabello está alborotado, y mi corazón está acelerado. Corro y corro haciendo resonar mis pequeños tacos negros en el suelo y las rocas. Tengo ya 17, y no pienso en nada más que en huir. Huir de los problemas, del aire pesado de mi casa y que todos los rostros conocidos emanan. Huyo de la monotonía. Escapo de mi verdadera vida.

Todo transcurre con locura. La gente que me mira, va disminuyendo. Quedan pocos. Queda ninguno. Yo solo veo todo bañado con el sol y su color. La calidez me impide avanzar más.

Siempre lo había dicho, "escaparé algún día", era lo único que decía, lo único que realmente quería sentir, sin embargo, jamás creí que "algún día" se transformaría claramente en un once de agosto.

Llego a la sexta avenida; no hay nadie más que el incesante calor y yo finalmente, acompañado del viento que me permite respirar bruscamente.

"¿Está bien esto?", me pregunto, "¿Realmente lo haré? ¿Realmente dejaré todo atrás? ¿No me sentiré mal luego de matar a mi madre cuando vea que he cruzado la puerta para no regresar a los cinco minutos? ¿No me dolerá cuando mi padre tenga que hacerse cargo de mi hermana con retraso mental?... ¿Los volveré a ver algún día?"

Pero era un sueño. Era mi sueño. Era lo que anhelaba: Al fin ya no me encuentro en ese ambiente turbio y oscuro; pesado y sofocante. No. Ahora estoy yo, el sol y la carretera.

Caigo sobre mis propias rodillas, y rezo. Rezo por saber cómo regresar a casa y saber cómo poder explicarle a mi madre por que tardé tanto para el almuerzo. Rezo por una buena mentira en mi mitómana mente que pueda excusarme, pero, sobretodo, rezo y lloro e imploro por seguir soportando un poco más. Solo un poco. Solo un día... Solo una hora más. Mis rodillas sangran al igual que mi rostro. Soy un ser miserable, un ser despreciable e insensible. Me he convertido en un monstruo en el transcurso de una hora.

Esbozo una sonrisa.

"¿Esto es lo que querías, no?"
"Esto es lo que tenías en mente"
"Este era tu maldito sueño desde que llegaste al mundo"
"Es tu época ideal, los autos ideales, el clima ideal, el color ideal, tú eres ideal ahora, al igual que tu pútrido mundo"
"Eres perfecta en tu máxima expresión, ¿huh?"
"¿Qué?"
"¿No fue tan glorioso como creías?"
"¿Qué no notas que el problema eras y siempre fuiste tú?"
"¿Ahora lloras?"
"¿Por qué?"
"Ni siquiera tienes derecho a hacerlo"
"Eres tan idiota que lloras por algo que tú te dices"
"Pero, ¿sabes? Lloras porque sabes que es cierto, maldita psicópata."

Las voces de mi cabeza no cesan; se hacen más y más potentes. Con mis manos llenas de sangre, me golpeo la frente y me cubro las orejas. Quiero que se vayan. Quiero que me dejen en paz. Quiero escapar de mí misma.

Levanto la cabeza al escuchar el cláxon de un auto. Es negro y muy bonito. Parece robado; muy poca gente tiene autos así por aquí. Sin siquiera estar segura de a quién o a qué llama, me monto en el asiento del copiloto. No sé quién está al lado, porque no dice nada. No lo veo. No quiero hacerlo. No quiero que me toque; no más.

Con los dedos entrelazados y mis manos entre mis rodillas, decido estirar el cuello para contemplar todo el ambiente a través de la ventana.

Logro ver cómo el auto sube y me eleva consigo por en medio de una montaña. El océano está a mis pies y el sol justo en frente, saludándome. El fuerte viento golpea mis mejillas coloradas, lo cual me hace sonreír. Cierro los ojos. Cada milímetro de mi ser emana completa paz. Estoy volando con la heroína imaginaria que provoca el tamaño de cabeza de alfiler a mis pupilas. No dejo de sonreír un instante. Estoy protegida; soy yo finalmente.

No quiero pensar que he despegado, que he volado y que regresaré pronto a la tierra. El sabor metálico de la sangre sigue en las comisuras de mis labios. Lo siento entre mis manos, mis pies y mis rodillas. Ahora, siento cómo mis pies se elevan junto con mis desdichados y frágiles brazos. Mi cabeza rebota en mi hombro derecho y mi cabello cubre la mitad de mi rostro. Mis párpados están pesados, mas no impide que pueda ver un poco. Es una luz amarilla. Esa luz amarilla se intensifica con las oleadas intensas de calor. Estoy sudando ahora. En mis oídos resuena el océano golpeando contra las rocas... Soy yo enteramente. Sonrío. Sonrío sin cesar. Amo el calor, el sonido, el color, el aroma y amo verme desde arriba, desde una nube, de la que no quiero bajar jamás.

Segundo a segundo, mi corazón va desacelerándose con rapidez. Bajo de vuelta al auto con la puerta del copiloto aún abierta. Me siento, posando mi cabeza sobre mis manos entrelazadas. El sol va oscureciéndose, y con él, se va la intensa y cálida sensación. El frío se apodera nuevamente de mí. Estoy temblando otra vez. He dormido horas, quizá días. De pronto, caigo en cuenta que el lechoso líquido está desvaneciéndose dentro de mí misma. La aguja sigue en mi brazo, coagulando mi sangre. Me encuentro en un sucio WC, tumbada en el suelo. El sol ya no existe. Tampoco el auto. Ni 1964. Ni mi padre, ni mi hermana. La persona ha desaparecido. Mi vestido se ha convertido en unas mugrientas prendas llenas de sangre negra. Lo único que existe, es mi deseo. Ese deseo de volver a llegar al sol.

Metáfora de 1964.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora