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- ¿Dónde vamos, Ago?

- Tú calla y verás.

- Llevo desde que salimos de casa con los ojos vendados, dame alguna pista.

- Espérate, impaciente.

Tras veinte minutos más de trayecto y lo que a Raoul le pareció más un trayecto en barco que en coche -porque puestos a decir verdades, su novio no es que fuera el más diestro conductor-, Agoney le hizo bajarse del vehículo aún con los ojos vendados. 

- ¿A qué hueles, rubio?

- A ti - contestó, aferrado al brazo del canario como si su vida dependiese de ello. Y es cierto que, si su vida dependiera de él, no tendría ninguna duda en confiársela.

- ¿De verdad que aún no te imaginas dónde podemos estar?

- No lo sé, Ago. Sé que es de noche, que hace fresco para ser mediados de agosto y que no se oye nada, o sea que a saber. No sé qué te ha dado ahora.

- Vamos anda.

Un camino llano que les llevaría unos cinco minutos de normal, tardaron casi media hora en completarlo con varios cientos de miles de improperios por parte del rubio seguidos de sonoras carcajadas por parte del moreno.

- Ya hemos llegado.

- ¿Puedo quitarme esto ya, entonces? - preguntó entre queja y celebración.

- Te lo quito. 

Y entonces se abrió ante la vista del rubio un paisaje que nunca antes había visto: era un pequeño claro en un bosque de pinos, olía a fresco y a naturaleza viva, sin contaminar, acompañado del rumor de un pequeño riachuelo que cruzaba el claro e iluminado por una innumerable cantidad de astros en el firmamento.

Aún en su ensimismamiento, ni si quiera se percató de que Agoney ya había preparado una manta sobre la que tumbarse y un pequeño farolillo que a penas iluminaba más allá de a un metro de distancia.

- Es precioso, Agoney. 

- Lo descubrí hace unos años y por lo que veo no lo ha hecho nadie más. Ven, siéntate.

Raoul se dejó caer en la manta con la vista fija en las estrellas. Poco a poco, sin a penas darse cuenta, su cuerpos, como dos imanes de polos opuestos, se atrajeron mutuamente quedando encajados y abrazándose el uno al otro. 

- ¿Por qué me has traído aquí?

- ¿No sabes qué día es hoy?

- Mierda, seguro que es nuestro aniversario de algo, ¿a que sí? 

- No, Raoul, - sacudió la cabeza de lado a lado - hoy es la noche de las Perseidas. ¿Te acuerdas de la primera vez que las vimos juntos?

- Claro. 

Y cómo olvidarse de aquello. Hacía ya cinco años, aprovecharon un pequeño parón de su primera gira con Operación Triunfo para viajar juntos a Tenerife y, aunque no planearon salir a ver la lluvia de estrellas expresamente, se les hizo tarde en la playa aquel día y sin darse cuenta acabaron observando el firmamento y las estrellas que, de vez en cuando, lo surcaban dejando una estela a su paso.

Dicen que por cada estrella fugaz que ves hay que pedir un deseo y así hicieron entonces. Ambos, sin saber los deseos del otro, habían implorado a los astros poder ver las Lágrimas de San Lorenzo, cada año, con la misma compañía, la única que les hacía falta. Y, aunque el Universo sí los llevó a ver las Perseidas juntos al año siguiente, antes tuvieron que demostrar que sabían aceptar lo que éste les deparaba, aunque aquello significase haber estado más de medio año componiendo canciones tristes por una separación que ninguno de los dos deseaba, pero que no pudieron evitar.

Pero, sin embargo, ahí estaban, con su deseo intacto, concedido y más palpable que nunca. 

- Agoney, ¿tú crees en las estrellas?

- ¿Cómo?

- Ya sabes, dicen que por cada estrella fugaz tienes que pedir un deseo, ¿crees que se cumplen?

- Mira, Raoul, sólo he pedido dos deseos a las estrellas, uno me lo concedieron y ahora espero que este también - contestó apretando el cuerpo ajeno contra el suyo y dejando un suave beso, a penas un roce, en la sien rubia.

No supieron cuánto tiempo pasaron así, ni cuántas Lágrimas vieron sumidos en un silencio sólo roto por el murmullo próximo del agua y sus respiraciones acompasadas.

- Ojalá no acabe nunca - pensó Raoul.

- No estaremos aquí para verlo - contestó Agoney provocando un rubor en el rubio cuando fue consciente de que sus pensamientos habían sido expresados en voz alta.

- ¿Qué? - preguntó, aún algo ruborizado y estupefacto.

- Digo que las Perseidas llevan casi dos mil años orbitando, que se sepa, si algún día ya no lo hacen, no estaremos aquí para presenciarlo.

- Me refería a esta noche, astrólogo - dijo, posando sus labios en los contrarios y callando así a su novio que estaba dispuesto a responderle sepa Dios qué, porque, tal y como lo conocía, sabía que iba a ir a picarle.

Allí parado frente al firmamento, los conceptos de infinito y eterno bombardeaban la cabeza del rubio. Siempre le habían fascinado ese tipo de cuestiones aunque nunca consiguiera hallar respuesta a algo tan abstracto. 

- Quizás duren para siempre.

- Quién sabe. - Se mostró reluctante el moreno.

- Quizás haya cosas que duren para siempre, si no, ¿por qué existirían conceptos como la eternidad?

- No lo sé, chiquito, puede que sean simples invenciones de la humanidad, incapaz de comprender ciertos aspectos del cosmos que nos rodea.

- La humanidad aún no entiende demasiadas cosas. Ni siquiera las más básicas, como el amor.

- Por eso, yo no te estoy entiendo a ti ahora mismo, rubio - rio.

- Es solo que, si existe cierta cosa como la eternidad, me gustaría poder crear algo... sempiterno - reflexionó Raoul, con su vista alzada al firmamento fija en el chaparrón de astros que ahora surcaba aquel cielo impoluto. 

- ¿Algo como qué? ¿Qué crees poder crear que dure para siempre?

Raoul torció el rostro con una media sonrisa, para encontrar la mirada del canario fija en él y rio para sí. Entrelazó su mano con la ajena y apretó, aún más si era posible, su cuerpo con el otro.

- Si te lo dijera, las estrellas no me concederían el deseo - sentenció, sellando sus labios con los del moreno.



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⏰ Última actualización: Sep 05, 2018 ⏰

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