Recuerdo aun con frescura cuando me atabas los pasadores de mis zapatos, tenía 7 años y ni idea siquiera de cómo empezar, siempre andaba distraído e inquieto, pero tú lo hacías con una paciencia tan grande que no parecía tener adversidad que la pruebe, porque con cada intento de enseñanza y voz extenuada, yo me perdía en los retratos colgados, en los colores de la sala, en los estantes de la librería familiar o en el dulce mirar de tus ojos. A esa fecha, era yo torpe, pero tu amor nunca ha tenido límites, incluso cuando rompía tus jarrones nuevos, o embarraba con frescas temperas, las paredes tan limpias que tú y mi padre tanto cuidaban. Serena y comprensiva, no te molestabas en volver a explicar, lo que mi mente ya empezaba a olvidar.
Con el paso de los años, y, casi sin darme cuenta, mi vida a los 12 años ya oscilaba entre la ciudad de Tarapoto, albor de mi existencia, y la serena y calurosa localidad de Juanjuí, guardián del Gran Pajatén; eran viajes de ida y regreso, porque mi padre trabajaba allí y tu inquieta por naturaleza, un modesto restorán abriste, para apoyar la idea de que quedarse allí, era en esos momentos, la mejor decisión. Una estaca al corazón, sentías al no poder verme, pues yo aún debía quedarme, aunque contigo, quisiera estar por siempre. No lograba comprender a esa edad, como 100 kilómetros hacían de las llamadas, un diálogo mustio, y de las visitas, una frugal muestra de que ella podía estar para mí, no entendía que, para una madre, un hijo lo es absolutamente todo, un tesoro invaluable, fruto incalculable de amor y ternura, un don precioso e irrepetible en este gran mundo, tu tendrías un sentimiento de culpa pero ningún castigo imaginado. Yo solo quería verte, y tú por mí, todo el mundo darías.
El tiempo siguió pasando, tan veloz como el rayo purpúreo que quiebra al cielo en una noche de nubes copiosas, impredecible como siempre, nos llevó de vuelta a Tarapoto, antaño con un temple distinto, ahora la adolescencia convirtió a un niño dócil y juguetón, en un feroz parlanchín lleno de rabietas e inquietudes, dispuesto a que mi palabra sea la última.
¡Porque soy tu mamá y punto! resuena frecuentemente en la casa, ante el menor atisbo de una impronta rebeldía juvenil. Busco refugio en mis quejas, en la aparente razón, porque odio perderla. En esos momentos, trato de recordar a la madre paciente que enseñaba y consentía, parezco no encontrarla, trato de recordar a esa madre resiliente y altruista, pareciera que ya no está más.
En realidad, es que, detrás de cada gesto, una dura reñida, una parada en seco, un jalón de orejas y sermones matutinos, diurnos y nocturnos, descubro a la misma mujer que me dio la vida, quien me tuvo 9 meses en su vientre, aguantó incontables desvelos por mis llantos y tareas, berrinches por mis caprichos y celos, la que da hasta la última gota sudor de su frente para sacar adelante a su familia y volvería a sacrificarse muchas veces más sin que se lo pidan. ¡Porque soy tu mamá y punto! Se escuchaba otra vez en la sala de mi casa, sí mamá, estás en lo correcto. Gladis García Santillán, divino ángel, eres mi mamá y punto, y de ello no podría estar más agradecido, porque eres la cosa más bella y perfecta que existe en este mundo y eso todo el mundo debe saberlo, no solo en este mes de mayo, porque, como tú sueles decirme, el día de la madre de que nos vale sino para quererte, adorarte y respetarte, todos los días del año, todos los años de mi vida, porque hay tanto que te debo, y es tan poco lo que puedo darte, gracias, muchas gracias por todo mamá, motor y motivo fundamental de lo que soy, de lo que tengo, y de lo que quiero en esta vida.