27. Punto ciego (primera parte)

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Haciéndole caso a la recomendación de Paula, fui alrededor de las ocho y media a esperar a Solae afuera de su casa. Me quedé agazapado en la plaza que estaba frente a su entrada, cual creepy acosador, pendiente de cualquier arribo, salida o movimiento. Sabía que estaban juntos cuando recibieron mi mensaje, por lo que aposté a que Anton estaría con ella el máximo tiempo posible. O saldrían de su casa o llegarían a ella antes de su toque de queda.

Emocionado, pero también conteniendo un irresistible deseo de abortar misión, comprobé que mi hermana no se equivocaba. Diez minutos después, divisé como aparecían desde la esquina y Anton iba a dejarla a la reja. La despidió con un apasionado beso que tuve que tragarme completo, pero que por suerte fue bastante más breve de lo que esperaba.

—¿Aún te duele? —le preguntó Solae, llevando su mano hacia los labios de Anton. Aunque desde donde yo estaba no podía ni ver, ni escuchar con claridad, pude darme cuenta que su beso había sido inoportunamente breve por causa de la herida que le dejé a Anton en su boca. Secretamente celebraba haberles podido arruinar el momento de alguna manera. El imbécil se lo merecía.

Cuando me aseguré de que Anton se había alejado lo suficiente, y antes de que Solae alcanzara a entrar por la reja, me acerqué a ella por detrás y la llamé tocándole el hombro. Fue evidente que no esperaba encontrarme ahí, porque sobresaltada y en un acto reflejo, me pegó hacia atrás tal codazo en el estómago, que tuve que ahogar el grito de dolor para que no me escuchara toda la cuadra.

—¡Alex! ¡Eras tú! —dijo cubriendo su boca, sorprendida, mientras que yo, encorvado, intentaba recuperar la capacidad de respirar. Pero en un instante, su actitud se ensombreció. —No es como que no te lo merecieras. ¿Qué haces acá?

—Necesitaba hablar contigo, pero Anton no te deja sola ni un minuto. —dije, ahora un poco más recuperado.

—Y yo ya te dije que no quería. —sentenció, mientras abría la reja. La tomé de la mano para impedir que se fuera, pero bruscamente intentó zafarse. ¿Por qué me lo estaba haciendo tan difícil?

—Suéltame, que ya tengo que entrar. —dijo, cerciorándose de que nadie estuviera viéndonos desde su casa.

—Dame solo un par de minutos, por favor. —dije, intentando deslizar mi pulgar sobre la palma de su mano, para ver si nuestra seña secreta lograba calmarla.

—¿Qué estás haciendo? —dijo, retirando su mano y no pude hacer nada más que apartarme. Su reacción era mucho más hosca que lo que habría esperado. ¿Acaso ya era demasiado tarde? ¿Era esta la consecuencia de haberme metido con Anton?

—Lo siento, pero no, es no. —Solae entró y cerró la reja desde adentro.

—¡Solae! —la llamé mientras la veía alejarse, pero ella ni se inmutó. «¡¿Cómo esperaba disculpas, si se ponía así?!»

Me quedé inmóvil, observando la entrada hasta que vi como la luz de la recepción se apagaba unos momentos después. Cuando me di cuenta que Solae no volvería, me fui a sentar al banco que estaba en la plaza de al frente.


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Historia publicada en papel por Penguin Random House

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