Capítulo 1. La señal

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—Necesito tu ayuda.

Mara Turing se asustó y se quitó los auriculares de un tirón. Cayeron encima de unos folios garabateados con caricaturas y figuras geométricas. ¿De quién era esa voz que había interrumpido su canción favorita? Le resultaba familiar, aunque era incapaz de decir por qué. ¿Y cómo se había colado en su música? Pensó por un momento que alguno de sus compañeros de clase le estuviera gastando una broma, aunque pronto cayó en la cuenta de que esos acosadores no tenían cerebro para tanta sofisticación.

Se recompuso rápido e intentó disimular. No era un buen momento para volver a enfadar a la señora Wright haciendo demasiado ruido. El trimestre había estado plagado de castigos por alborotar el aula. Otro más y se le dormiría la muñeca de nuevo escribiendo aquello de "En clase de Música no se habla".

—¿Quién eres? —susurró, con la boca pegada al micrófono de los cascos, y mirando de reojo hacia la mesa de la profesora.

Nadie respondió.

De repente, la canción continuó exactamente por el mismo sitio en el que se había detenido hacía poco más de un minuto, así que Mara siguió con sus escasos quehaceres en el instituto. A mediados de junio, y con los exámenes ya realizados, las horas en esa aula del Saint Michael se hacían muy largas aun cuando los malotes no estaban ocupados haciéndole la vida imposible.

La llegada del verano había calmado un poco a Nick Jordan y Tom Balzary, los dos cabecillas del grupo de matones. Ahora estaban completamente separados, con sus pupitres a ambos lados de la clase. El curso que estaba a punto de acabar había sido horrible para casi todos los que no formaran parte de su pandilla, la famosa Banda del Lagartija. Peleas, insultos, pequeños robos e incluso algunos devaneos con alcohol y tabaco.

No es que a los profesores veteranos del Saint Michael les sorprendiera que hubiera unos chavales gamberros. Siempre los había habido. La novedad era que ahora tenían su propio canal de vídeo y este año habían llegado a retransmitir en directo alguna de sus "hazañas" para sus miles de seguidores. En primera posición estaba el vídeo que detallaba la maravillosa sorpresa que se había llevado Martha Winklewood —"La Pija de Séptimo", como la describía el título de mismo— cuando abrió su taquilla y se encontró un murciélago muerto bocabajo colgado por las patas.

Mara había tenido algo más de suerte: ninguna de las acciones chungas a la que había sido sometida por Jordan, Balzary y sus secuaces había sido grabada o retransmitida. Que no hubiera vídeos de ella encerrada en las duchas después de que le robaran la ropa tras la clase de gimnasia era un gran alivio. No por la vergüenza, sino porque ella intentaba que su madre permaneciera ajena a la escalada de gamberrismo en la que estaba sumido su instituto. Bastante tenía ya con criarla a ella en solitario.

Algunos de esos vídeos estaban protagonizados por profesores grabados sin su consentimiento. Nick y Tom doblaban sus voces y los montaban añadiendo otras imágenes para ridiculizarlos. Una de las más populares en este sentido era Hermenegilda Wright, si bien ella se había enterado por los cotilleos que surgían en el claustro de profesores de cada viernes. Pasaba olímpicamente de la tecnología. No sabía nada de ella, ni quería saber.

Era de esas profes que obligaban a sus alumnos a pasar las horas utilizando papel, lápiz y colores. "¡Dejad que vuestra imaginación os guíe!", decía con su voz chillona, alzando los brazos como si fuera a levantar el vuelo, llevando al límite la elasticidad de su chaqueta... y los oídos de los presentes. Nada de cacharros con pilas en el aula, a excepción de aquellos que el colegio ponía a disposición de los alumnos tras pasar el control de Dirección.

La profesora había crecido en Ipswich, Reino Unido, en una familia en la que la disciplina lo era todo. Estudiante de Filología Hispánica en la Universidad de Suffolk a finales de los años 80, los cacharros a pilas e Internet la habían pillado a contrapié. No era partidaria de integrar "esas cosas" en el día a día. "¿Hay algo más bonito que la aguja de un tocadiscos acariciando un vinilo con el Claro de Luna de Debussy? Esa obra maestra no necesita que la empaqueten en un MP3 de esos", respondía a quien osara recriminarle su obstinación contra la tecnología.

Entre los alumnos corría un rumor muy difícil de creer en pleno siglo XXI: no tenía móvil ni conexión a la red. "Es una mujer muy rara. Es imposible encontrar nada de ella en Internet", comentaba con incredulidad Bob Morris, delegado de la clase donde Mara cursaba primero de Educación Secundaria con un año de adelanto respecto al resto de compañeros. Ese factor no la ayudaba, precisamente, con su popularidad.

Los otros chicos la veían como la enana sabionda que lo contestaba todo bien en la clase de Carcomagilda Wright. Y en la de Matemáticas. Y en la de Física. Y en la de cualquier cosa. Lo de "sabionda" era bastante cierto, pero ¿enana? Era igual de preadolescente que el resto, y apenas tenía unos meses menos que quienes se burlaban de ella o cuchicheaban a sus espaldas. Así que eran la envidia, la mala leche o el azar —encontrarte en el pasillo en solitario con algún "Lagartijo"— los causantes de esas situaciones desagradables. Y aunque la joven disimulaba muy bien era consciente de que la actitud de los malotes de clase le agravaba el estrés que la venía perjudicando durante los dos últimos trimestres.

Superado el shock inicial que le había provocado la voz, la chica se levantó y se fue hacia la estantería para coger una de las tabletas que el instituto ponía a su disposición para trabajar en clase. Concretamente, una que ella había tuneado a principios de curso a espaldas de su madre. Tenía lo que llamaba "kit de supervivencia para superar las horas aburridas en el aula": juegos, acceso a redes sociales, vídeos...

Le enchufó los auriculares para que nadie sospechara si oía el swooosh de un tirachinas lanzando pájaros gordos de colores por los aires. La señora Wright también había creado un "En clase no se juega con los cacharros electrónicos" para estas ocasiones, así que era mejor no tentar a la suerte.

Al acceder a la carpeta y pulsar sobre el icono del famoso juego, ocurrió de nuevo algo inquietante.

"Necesito que me ayudes, Mara"

Mara contuvo la respiración unos segundos. Miró a su alrededor sin moverse demasiado. No quería que nadie detectara que algo extraño estaba pasando. El mensaje estaba impreso en la pantalla inicial del juego, camuflado con el tipo de letra de los títulos originales.

Tras pulsar sobre "Continuar" toda la pantalla se volvió negra. Un par de parpadeos después, esta mostró la foto de un hombre cuya cara le resultaba muy familiar. Un mensaje le confirmó el porqué:

"Soy tu tío, Arnold Turing. Necesito que me ayudes, por favor".

Mara perdió la sonrisa y su cara palideció. Sus ojos se inundaron y sus manos, y sus labios, comenzaron a temblar. "No puedes ser mi tío. ¡Estás muerto desde hace muchos años!", se dijo a sí misma antes de dejar el dispositivo en la mesa, bloquearlo y salir de clase, de forma apresurada, hacia el baño.

Continuará... 

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⏰ Last updated: Aug 27, 2018 ⏰

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Mara Turing y el Despertar de los HackersWhere stories live. Discover now