Capítulo 2: Eufemismo

173 36 7
                                    

—¡Anxo! —me llamó mi padre.

—¿Sí?

—Que sea la última vez que viene tu profesor a casa, ¡¿Me oyes?! Una sola queja más y te saco de la escuela para que vengas conmigo a trabajar para que veas lo que cuesta ganar ese dinero que os coméis. ¿¡Entendido!?

Pocas veces había visto a mi padre tan enfadado, así que mi cuerpo respondió sin cuestionárselo asintiendo en silencio, aguantando el chaparrón.

Aquello no era justo, Juan me había tirado del pelo, ¿cómo no me iba a girar? Por lo visto, el señor Quintairos pensaba que yo era un vago, que me desconcentraba con facilidad y aún por encima ahora era «hablador».

Ir a clase era aburrido. Él solo se tiraba en su silla a vernos copiar toda la mañana. Tenía la misma función que un perrito guardián, vigilar a las ovejas.

Aquella tarde, Prudencio me estuvo ayudando a practicar a nadar en la playa que había frente a nuestra casa. Todos salvo Constante y Iago sabíamos. Bueno, Padre tampoco sabía, pero él ya era adulto.

Prudencio era de los mejores nadadores del pueblo. Un buen día podía alcanzar la nasa más cercana. A mí se me daba bien, para la edad que tenía, pero no era ningún prodigio.

Al volver, por el camino vi a María. Desde aquel día, siempre le llevaba yo la «mercancía» a su padre. Nunca me saludaba, nunca se molestaba en fingir simpatía por mí, pero aquel día, María, me sonrió. Sin venir a nada, tras tanto tiempo de amargo silencio me sonrió. La acompañaba su hermana mayor, que era de la edad de Xurxo. Esta tiró por su brazo, como recordándole que yo era un niño pobre y sucio que no merecía ni los buenos días.

María y su hermana Lola llevaban los mejores vestidos de todo el pueblo, y seguramente unos de los mejores de todo el Morrazo. Su padre era un importante médico, que además había heredado una gran fortuna de un tío lejano que había sido un indiano. Con todo su dinero, podrían vivir en cualquier lugar mejor, pero se habían quedado allí por insistencia de su madre.

Prudencio me sacudió el hombro.

—Te habías quedado atontado.

Volví en mí.

—La señora Consuelo te llama, ¿no la escuchas?

No la había escuchado, pero corrí a casa de nuestra vecina.

—¡Anxo! Ven, pasa.

Entré en su casa.

—Si le llevas este cesto a mi hermana te daré un dulce. Hoy estoy muy liada, si no lo podría hacer yo perfectamente.

—Está bien...

Llevé el cesto y como me había prometido, me dio el dulce.

—Pronto será tu cumpleaños, ¿verdad?

Asentí.

—Siete años, que mayor... Cómo pasa el tiempo. Ayer estaba haciendo collares de conchas con tu madre en la playa y hoy tengo tres hijas y ella ya no está aquí.

Eso me apenó. Siempre que mencionaban a mi madre me invadía una profunda tristeza, sobretodo porque, aunque estaba seguro de que ella se acordaba de mí en el cielo, yo comenzaba a olvidar su rostro.

Me fui a casa arrastrando los pies, por lo que mi padre me regañó recordándome que «los zapatos no crecen en los árboles».

—Venid todos, tengo que daros una noticia. —Nos sentamos todos a la mesa, y nuestro padre tenía sentado a Iago en sus piernas—. Sabéis que necesitamos dinero. Ya no llega solo con la pesca, ni con el contrabando ni con la finca de vuestros abuelos. No soporto veros flacos como palillos, sucios, durmiendo como ratas amontonadas. Cada vez hay menos comida, las cosechas empeoran. Por eso voy a embarcar en un gran pesquero, al Gran Sol. Tú, Prudencio, lo siento mucho, pero tendrás que dejar el colegio, salir a pescar en el barco de tu abuelo o con tu padrino y ser el cabeza de familia. Consuelo me ha dicho que cualquier cosa que necesitéis...

Memorias de un ancianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora