066. Perséfone: La Arrepentida.

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No era más que un engaño

Los gritos de mi madre son lo único que se escucha en su palacio del Olimpo.

Que Cass ni debía haberse enterado, que todo esto era mi culpa, que debí tratar de mantener la mentira lo más que pudiese, que todo esto pudo haber sido evitado si la hubiese detenido de reunirse con el dios de la pérdida.

—¿Y cómo pretendías que la detuviera de encontrarlo? —Se queda en silencio ante mis palabras, mirándome fijamente,— Desde el momento en que esto comenzó era obvio que se encontrarían.

—Pudimos haberla escondido,— Dice, luego de largos segundos,— Haberla protegido de él, de eso... Le va a hacer daño, y no sé si podré recuperarla esta vez.

Si ignoro eso último es porque quiero.

—¿Protegerla?¿Esconderla?,— La miro, algo atónita ante su propuesta,— Encerrarla, querrás decir. Aquí, quién sabe dónde. Tenerla en un lugar para que sea tuya por siempre y puedas disponer de ella y su tiempo por la eternidad.

Sus gritos vuelven con renovada furia, pero ahora sólo se oyeñpn como un ruido vacío, sin significado.

Cierro los ojos y casi puedo sentir el calor del pequeño cuerpo de mi bebé que descansaba sobre mi pecho. Recuerdo como la coloque sobre mi corazón, besé su frente y lloré en silencio.

Era mi única semidiosa. La primera y la última. Tengo hijos con otros dioses, hijos divinos que nacieron sabiendo qué son y ahora no me miran dos veces, jamás como a una madre. Hijos divinos brillantes que poco lloraron al nacer y crecieron inmediatamente.

Cassie no es así. Sus pulmones parecen ir a partirse de lo fuerte que es su llanto al nacer, y me mira atentamente desde el principio, con un amor innato e inmenso que me hace emocionar ante este bebé.

Mi hija, amada incondicionalmente, de principio a fin.

Recuerdo el dolor de tener que alejarme de ella, recuerdo como madre estaba loca de felicidad cuando vió que era una copia de mi. Recuerdo cuando se coló en la guerra y, disfrazada de soldado, mató al padre de Cass para quedarse con ella.

Recuerdo sus manos frías, y ojos vidriosos.

Mi corazón se acelera, mis ojos se llenan de lágrimas. Ya no quiere volver a verme, y todo por culpa de mi madre, que llora un dolor con el que vivo desde que me la quitaron.

—Todo esto es tu culpa,— Le digo, llena de rabia,— Me quitaste a mi bebé y ahora ella me odia.

—Traela de vuelta a casa, y verás como nos amará de nuevo.

—No.

-o-

Granada | Fruta Prohibida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora