En los despertares lentos

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Permite que me excuse en el cansancio de la media noche.
La madrugada se aproxima con su dolor más sincero y no quiero enfrentarme a ella, por eso escucho la melodía que forma el crujido de las hojas secas cuando caen junto a mi ventana y dejo que el viento me golpee en la cara sin piedad.
Una madrugada que pudo ser pacífica y sin embargo optó por la desesperación de esos días de diciembre en los que no amanecía si tú no dabas la orden. Esas mañanas hostiles que se volvían aliados con solo guiñarles un ojo. Tu ojo. Pero hasta que amanezca y tenga que entrar en lucha con algo que me ataca salvajemente y que desconozco, se presenta una noche oscura, tibia, rota. Como los huesos de tus manos cuando chocaban con el eco de la pared, rabiosos por no poder entender lo inexplicable, por no entender las actitudes inestables y pasivas que te envolvían cada vez que intentabas aproximarte a mis profundidades. Es gracioso como te asustabas del vértigo de aquel extraño diciembre y a pesar de todo seguías ahí, amaneciendo. Pero esta es una noche de agosto en la que, quieta, la luna acuchilla salvajemente mis ojos y los restos se vierten como ríos sin cauce por mis mejillas. Es realmente doloroso. Sangro en estado permanente, como derramando lágrimas pero sin serlo del todo, sin el sabor salado, sin la tristeza habitual. Pierden la transparencia acuosa que las caracteriza y se presentan en tonos magentas y violetas. Como una aurora boreal golpeando el rostro con fiereza.

Ahí fuera todos son bestias mudas, van y vienen devorando, pero en un silencio enfermizo.
La incontinuidad de las sombras que se recortan a mi espalda se proyecta como mil demonios enjaulados, y me produce pánico. El mismo pánico que empezó a producirme la rutina de mañanas pesadas y noches turbias. La monótona carga de la existencia pausada. En ese mismo estado de pausa salgo de la cama, disfrazando mi impulso en un patético intento de sentirme ligera. Pero mientras me incorporo voy recibiendo descargas eléctricas por todo el cuerpo. Siento peso. El insoportable peso de los despertares lentos.

Permite que me excuse en las sustancias toxicas que dejé pasar hace unas horas, en el humo insípido, en el aire estático e indiferente ante mi misma presencia.

Un grifo se abre, las palmas de mis manos se cierran al ritmo que corre el agua y me desbordo, me vierto, me inundo.
Ninguna sombra me abraza, ningún trazo mal esbozado de la pared me mira. Les doy pena. Se aburren. Y mientras tanto las sombras reales buscan interés en los falsos romanticismos.
Permite que me excuse en el dolor de cabeza que me produce el ruido de las tuberías.
Me mantengo distraída y no quiero ni vestirme. Quiero desnudarme más allá de la piel. Quiero descoserme, sacarme los órganos de uno en uno y ponerlos en fila para el gran espectáculo final. Depositarlos en la tierra como rosas trituradas en una exposición de arte moderno.

Consigo levantarme. Me duelen los pies cuando trato de guardar el equilibrio y el suelo se agrieta bajo ese lamento insufrible. No caigo, pero siento que lo hago. La niebla asoma y me arropa en sus faldas. Como una madre, madre protectora y al mismo tiempo inerte.
Pero la niebla es polvo, humo, nada. Y yo ya no tengo forma física, soy solo dolor emergente. Las mariposas que antes lograban mantenerme en el aire hasta que volvía en mí han muerto, las he ahogado en la bañera, con tu agua y mi inocencia como mezcla. Al no estar ellas siento que tu voz se aleja y grito de rabia, tosiendo sangre, bailando sobre ella, en el escenario de la nada. Tu ausencia me mata, me ha matado, como matan los cazadores al ciervo herido, al sacrificio humano, como mata el marinero al albatroz que le condena y como el miedo más torpe y profundo mata las ganas.

Permite que me excuse, llegados a este punto, en la mas cobarde de las muertes, la desaparición de lo que nunca llegué a amar, o más bien, de lo que llegué a amar en exceso. Tanto, que se extinguió en una llama de fuego eterno, ante la cual me atrevo ahora a excusarme a mí y a culpar a Atenea, pensando que es ella quien desde el Partenos me hizo perder este absurdo juego.

Pero no es ella, no son los lirios. Es la luna quien tiene la culpa, la luna fue la que me sacó los ojos sin permiso y ese es el único motivo por el que desperté ciega en mitad de la noche. Ciega busqué una madrugada dulce y no pude ver que las mañanas nunca habían sido ligeras. Que todo era falso. Que las mariposas no vuelan. Que estoy cansada de arder en un fuego que hace años que no quema.

Aún así, permite que me excuse, porque si no lo haces, tendré que cargar con toda la culpa, y acabará por aplastarme en sus pesados brazos. No quiero perder, díselo a la luna si tanto la quieres. No quiero que cuando se vaya y llegue el día ya no haya más que culpabilidad hecha trizas, que el sol derrita toda materia de mi cuerpo y del tuyo, que desaparezcamos en un malentendido que se pudo resolver si hubieras escuchado que era el cansancio de la medianoche el que me hacía querer seguir durmiendo.

Permite que me excuse hoy, porque si no lo haces, mañana moriré en uno de esos despertares lentos. Moriré abrazando mis excusas como protección ante el abismal desconsuelo al que no supe (quise) enfrentarme.

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⏰ Última actualización: Sep 06, 2018 ⏰

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