Sujetando la puerta del ascensor con el tobillo, Enma se las arregló para
dejar su maleta en el rellano del cuarto piso. Le supuso ciertamente un esfuerzo porque el nivel del suelo se hallaba varios centímetros por encima de la cabina del ascensor. A continuación, salió ella y dejó que las puertas se cerraran. Oyó el ruido de la maquinaria en el tejado mientras el ascensor bajaba de inmediato.
Obviamente alguien había estado llamándolo.
Como la maleta disponía de ruedecillas, la empujó hasta la puerta sin tener que levantarla. Cuanto más forcejeaba con ella, más pesada le parecía. Sabía que lo peor era el montón de cosméticos, champús, acondicionadores y detergente que se había llevado de casa de Logan. Ninguno tenía tamaño de viaje.
Naturalmente, la plancha tampoco ayudaba. Volvió en busca de la bolsa de comestibles.
Mientras se esforzaba por sacar las llaves del bolso que llevaba al hombro, oyó que se abría la puerta del piso de delante y que su cadena de seguridad se tensaba hasta el límite.
Emma vivía en un edificio de la calle Diecinueve que tenía dos departamentos por planta. Mientras que ella ocupaba el departamento trasero que daba a un intrincado paisaje de patios, una ermitaña llamada Debora Engler residía en el
delantero. Su costumbre consistía en abrir la puerta solo un poco para asomarse cada vez que Emma llegaba al rellano. Casi siempre, los ruidos molestaban a Emma, que lo consideraba una intromisión en su intimidad; pero en ese momento
no le importó: era como si una reconfortante familiaridad le diera la bienvenida.
Una vez dentro, Emma corrió cada uno de los candados y cerraduras que el anterior inquilino había instalado y miró a su alrededor. Hacía más de un mes que no había estado, y tampoco recordaba la última vez que había dormido allí. Todo el departamento necesitaba una buena limpieza, y el aire olía a rancio. Era más pequeño
que el de Logan, pero infinitamente más cómodo y confortable; tenía muebles de verdad, incluyendo un televisor. Los colores de las tapicerías resultaban cálidos y acogedores. En las paredes colgaba una colección de fotografías de la torre Eiffel. Lo único que faltaba era su gato, al que había dejado hacía un año en casa de una amiga que vivía en Shelter Island. Se preguntó si sería capaz de reclamar su mascota después de tanto tiempo.
Arrastró la maleta hasta el diminuto dormitorio y pasó dos horas
organizando sus cosas. Tras darse una ducha rápida, se puso una bata antes de prepararse una sencilla ensalada. A pesar de que no había tomado nada a la horade comer, no se sentía especialmente hambrienta.
Se llevó el plato y la copa de
vino a la mesa de centro del salón y encendió su laptop. Mientras
esperaba a que se cargara, se permitió reflexionar por primera vez en lo que su padre le había dicho. A ella le supuso un esfuerzo no pensar en ello, pero deseaba estar sola y poder acceder a internet para controlar mejor sus emociones. Era consciente de que no sabía lo suficiente para pensar con claridad.
El problema era que la ciencia médica avanzaba a enorme velocidad. Emma
había pasado por la facultad de medicina a mediados de los años noventa y había aprendido mucho de genética porque era la época de los vertiginosos adelantos en materia de recombinación del código genético. Sin embargo, ese campo había crecido desde entonces en progresión geométrica y alcanzado su momento culminante con la secuenciación de los 3,2 billones de pares del genoma humano que se anunció con gran aparato en 2001.
Emma se había esforzado por mantenerse al día en sus conocimientos de genética, especialmente en lo relacionado con su profesión de forense. Sin embargo, la ciencia forense únicamente se interesaba en el ADN como método
de identificación. Se había descubierto que ciertas áreas sin código, o áreas que no contenían genes, mostraban notables especificidades individuales de modo que incluso parientes cercanos tenían secuencias que diferían. Una ventaja de dicha especificidad era lo que se llamaba «la huella ADN» . Emma estaba al tanto del asunto y lo apreciaba como magnífica herramienta forense.
De todas formas, la estructura y función de los genes era harina de otro costal, una especialidad para la que Emma no se sentía preparada. Habían nacido dos nuevas ramas de la ciencia: la genética médica, que se ocupaba del ingente flujo de información contenido en las células, y la bioinformática, que era una aplicación de las computadoras.Tomó un sorbo de vino. Suponía una formidable tarea intentar hallar sentido a lo que su padre le había contado: que su madre era portadora del marcador del gen BRCA-1 y que ella tenía un cincuenta por ciento de probabilidades de serlo también. Se estremeció. Había algo inexplicablemente perverso en el hecho de saber que podía estar albergado en lo más profundo de su ser algo potencialmente letal. Durante toda su vida había creído que la información era buena en sí misma; pero ya no estaba tan segura. Quizá hubiera cosas que era mejor no conocer.
Tan pronto como estuvo conectada a internet introdujo en Google «gen
BRCA-1» y obtuvo como respuesta quinientas doce direcciones. Tomó un
bocado de ensalada, hizo «clic» en la primera dirección y empezó a leer.
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Código genético
Mystery / ThrillerUn brote de muertes inexplicables se da lugar en el hospital más grande de Nueva York. La forense Emma Royale, que se encarga de las autopsias, comienza a inquietarse ante estas muertes y anima a su colega y amante Logan Stewart a ayudarle a investi...