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Puedes cerrar los ojos a las cosas que no
quieres ver, pero no puedes cerrar tu corazón
a las cosas que no quieres sentir.

Yoongi...

Miro las pequeñas carcasas crujientes y quemadas desparramadas a través de la pintura blanca descascarada de las ventanas

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Miro las pequeñas carcasas crujientes y quemadas desparramadas a través de la pintura blanca descascarada de las ventanas. Es difícil creer que estuvieron vivas alguna vez.

Me pregunto cómo sería ser aprisionado en una caja de cristal sin aire, horneado lentamente por dos largos meses por el despiadado sol, capaz de ver al exterior, el viento agitando los árboles verdes justo enfrente de ti, lanzarte una y otra vez a la pared invisible que sella
herméticamente todo lo que es real y vivo y necesario hasta que finalmente sucumbes: chamuscado, exhausto, abrumado por la imposibilidad de la tarea.

¿En qué punto una mosca deja de intentar escapar a través de una ventana cerrada? ¿Son sus instintos de supervivencia los que la mantienen intentando hasta que es no es físicamente capaz de más? O ¿finalmente aprende después de demasiados choques que no hay manera de salir? ¿En qué punto decides que suficiente es suficiente?

Alejo mis ojos de las pequeñas carcasas y trato de enfocarme en la masa de ecuaciones cuadráticas en el pizarrón. Una delgada capa de sudor cubre mi piel, atrapando mechones de cabello contra mi frente, pegándose a mi camisa de la escuela. El sol ha estado derramándose a través de las ventanas de tamaño industrial toda la tarde y estoy sentado tontamente ante su total resplandor, medio cegado por sus poderosos rayos.

La elevación de la silla plástica se entierra dolorosamente en mi espalda, mientras me siento semi reclinado con una pierna extendida y los talones apoyados en contra de un radiador recargado en la pared.

Los puños de mi camisa cuelgan sueltos alrededor de mis muñecas, manchadas con tinta y mugre. La página vacía me mira, dolorosamente blanca, mientras
trabajo en ecuaciones,escribiendo a mano de manera letárgica y apenas legible.


El lápiz se desliza y se resbala en mis dedos pegajosos; despego la lengua de mi paladar y trato de tragar. No puedo. He estado sentado así la mayor parte de una hora, pero sé que tratar de encontrar una posición más cómoda es inútil.

Demoro demasiado en las sumas, ladeando la punta de mi lápiz de modo que quede pegada al papel y hace un débil sonido de ralladura; si termino demasiado rápido no tendré nada que hacer además de mirar moscar muertas de nuevo. Me duele la cabeza. El aire está pesado, impregnado con la transpiración de 32 adolescentes
abarrotando un acalorado salón de clases.

Hay un peso sobre mi pecho que me dificulta respirar. Es algo más que este cuarto árido, este aire rancio. El peso descendió el martes, en el momento en que caminé a través de las puertas de la escuela, de vuelta a encarar otro año escolar. La semana no ha terminado y ya siento que he estado aquí toda la eternidad.

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