Dádiva

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No recuerdo bien cuantos años tenía la primera vez que lo vi. Solo recuerdo haber prendido la luz de mi habitación y ahí estaba, parado en la punta de mi cama. Me miraba fijo, con las pupilas dilatadas que ocupaban casi el total de sus ojos. Tenía una piel pálida, casi putrefacta, un olor nauseabundo, como el que nunca había olido en mi vida. Sus dedos largos que terminaban con unas pronunciadas uñas filosas, era alto y delgado. Usaba ropa suelta, su cabello estaba desprolijo, de color grisáceo como su ropa. Nuestro primer encuentro fue así, solo lo vi, no me moví por temor y el solo me miró, después de un rato me tape con la sabana y grité llamando a mis padres. Ellos acudieron inmediatamente, pero no lo vieron. Confiado me destape y ahí seguía, en la punta de mi cama mientras mis padres me consolaban, no lo veían, no se daban cuenta de su presencia.

Pasaron años de terapia, hasta que llegado un día les dije a mis padres que ya no lo veía. Nunca les conté lo aterrador de su imagen, ni a ellos ni a nadie, para calmarlos les decía que parecía un duende. Una psicóloga que me trato, no recuerdo cuando, les dijo a mis padres que era un capricho mío para llamar la atención por la llegada de mi hermanita, y que pronto pasaría. Mis padres aun así, decidieron llevarme a una psiquiatra que me medicaba con unas pastillas para calmar mi ansiedad. Admiro su paciencia conmigo, pero la verdad es que no lograron nada, él siempre estuvo ahí, aunque cada vez fue peor, me empezó a seguir por la casa, cuando me lavaba los dientes ahí estaba, cuando desayunaba ahí estaba, cuando miraba una película ahí estaba, ¡LO VEÍA TODO EL TIEMPO! Hasta que un día me siguió al colegio, al parque, a donde sea que iba. No te voy a mentir, las pastillas que me daba la Psiquiatra me ayudaban a controlar el miedo, pero el seguía ahí. Y yo sabía que mi hermanita no tenía nada que ver, que no era un capricho ¡AHÍ ESTABA! Era real, aunque sea solo para mí.

Un día, hace poco, recibí una llamada de una amiga de la Psicóloga que me trato hacia años. Me pedía que nos encontrásemos urgente, que necesitaba hablar conmigo. Nos encontramos a la salida del colegio, en un café de enfrente. Ella temblaba, su voz se cortaba, quería calmarla pero no sabía cómo. Hasta que empezó a hablar con mayor fluidez y comprendí que ella conocía mi historia, que la psicóloga había traicionado mi confianza y le había contado a todas sus amigas mi tragedia. Enojado me levante y ella me freno diciéndome que lo conocía, que lo había visto, que sabía de qué hablaba. Podía haber dudado de su historia, pero el miedo afloro nuevamente en ella, y sus ojos llenos de lágrima confirmaron su veracidad. Lo describía tan bien, su altura de casi un metro noventa, su piel pálida, sus pelos grises despeinados, su olor (a lo que más tarde comprendí que era un olor característico de un cadáver), sus uñas largas como sus dedos, su ropa vieja suelta y gris.

Después de un momento de silencio, pedimos un té para aliviar la tensión, y me contó algo que me alegró la vida. Me dijo que ella ya no lo veía. Al preguntarle como lo hizo, me dijo que de la peor manera. Se puso pálida de nuevo. Espere a que me contara como, aunque mi ansiedad se hacía cada vez más fuerte. Y me dijo que la única manera de no verlo más, era contándole a alguien, con lujo de detalle cómo era él, que lograra que esa persona se lo imaginara de la manera más completa y que esa misma noche ya no lo vería mas, que a partir de ese día, le pertenecería a esa otra persona.

Te pido perdón, pero necesito dejar de verlo, espero que desde el momento que lo empecé a describir te lo hayas imaginado lo mejor posible, así hoy a la noche ya no lo veo más. Llévatelo contigo, no te va a hacer daño... o eso creo. 

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