El Arabe
Edith M. Hull
Capítulo I Una muchacha extraña
- ¿Va a entrar a ver el baile, lady Conway?
-De ninguna manera. Desapruebo totalmente la expedición que se organiza con este baile. Al contemplar una gira así, sola en el desierto, sin ningún acompañante o sirviente de su propio sexo, con solo camelleros y sirvientes indígenas, Diana Mayo obra con una temeridad y falta de decoro destinadas a arrojar un borrón no solo sobre su reputación, sino también sobre el prestigio de su país. Me ruborizo al pensarlo. Nosotros, los ingleses, no podemos descuidar nuestra conducta en el extranjero. No hay ocasión, por insignificante que sea, que no la aprovechen nuestros vecinos continentales para arrojarnos piedras, y esta oportunidad dista mucho de ser insignificante. Es el caso más disparatado de locura que haya jamás oído.
-¡Vamos, lady Conway! No es tan grave. Ciertamente es algo fuera de lo convencional y... este..., probablemente no del todo prudente, pero recuerde la educación poco corriente de miss Mayo...
-No olvido su educación poco corriente -interrumpió lady Conway-. Ha sido deplorable. Pero nada puede excusar esta escapada escandalosa. Conocí a su madre hace muchos años y consideré mi deber reconvenir a Diana y a su hermano, pero sir Aubrey está encerrado dentro de un muro de complacencia egoísta que solo un pico podría penetrar. Según él, los Mayo están por encima de toda crítica, y la reputación de su hermana es cosa exclusivamente de ella. En cuanto a la muchacha, parecía francamente no comprender la gravedad de su posición, y estuvo sumamente frívola y no poco mal educada. Me lavo las manos de todo el asunto, y no daré mi aprobación a la fiesta de esta noche apareciendo en ella. Ya he advertido al gerente que, si el ruido continúa después de una hora razonable, dejaré el hotel mañana.
Y, arrebujándose en su Chal de noche, con un ligero estremecimiento, lady Conway atravesó majestuosamente la amplia galería del Biskra Hotel.
Los dos hombres, que se hallaban de pie junto a la puerta de acceso al salón de baile del hotel, se miraron sonriendo.
-Me parece que así es como se originan los escándalos -dijo uno de ellos, con marcado acento norteamericano.
-¡Qué escándalo ni qué diablos! El nombre de Diana Mayo nunca se ha visto ni siquiera rozado por el escándalo. La conozco desde que era una criatura, y es un bicho bastante raro por cierto. ¡Que el diablo se lleve a esa vieja! Sería capaz de destruir la reputación del arcángel Gabriel si bajara a la Tierra, y no digamos la de una simple criatura humana.
-No es una muchacha muy humana precisamente -dijo riéndose el norteamericano-. Con seguridad estaba destinada a ser un muchacho y la cambiaron a último momento. Parece un jovencito con faldas, un jovencito endemoniadamente bonito... y endemoniadamente altanero -agregó riéndose-. La escuché esta mañana en el jardín haciendo picadillo a un oficial francés.
El inglés se rió.
-Estaría haciéndole el amor, supongo. Algo que ella no comprende y no tolera. Es el ser más frío del mundo, sin ninguna idea en la cabeza fuera del deporte y los viajes. Inteligente, sin embargo, y valiente... No creo que conozca el significado de la palabra temor.
»Hay algo raro en la familia, ¿no es cierto? Oí a alguien que charlaba de eso la otra noche. El padre estaba loco y se saltó la tapa de los sesos, según me dijeron.
El inglés se encogió de hombros.
-Puede llamarle loco si quiere -dijo pausadamente-. Vivo cerca de los Mayo en Inglaterra y conozco la historia. Sir John Mayo estaba enamorado apasionadamente de su mujer; después de veinte años de matrimonio seguían siendo amantes. Entonces nació esta muchacha y la madre murió. Dos horas después su marido se suicidó, dejando la criatura sólo al cuidado de su hermano, que entonces tenía apenas diecinueve años, y era tan perezoso y egoísta como ahora. El problema de criar y educar a una niña significaba demasiada molestia, así que solucionó la dificultad tratándola como si fuera un varón. El resultado es lo que ve.
Se acercaron más a la puerta abierta, mirando al salón iluminado y lleno de gente que charlaba alegremente. Sobre un estrado algo levantado en un extremo del salón, los anfitriones recibían a sus invitados. Hermano y hermana eran singularmente distintos. Sir Aubrey Mayo era alto y delgado, acentuándose más la palidez de su rostro al contrastar con la negrura del cabello bien cepillado y sus espesos bigotes. Mantenía una actitud mezcla de cortesía innata y lánguido aburrimiento. Parecía demasiado cansado hasta para mantener en su lugar el monóculo que usaba, porque se le caía continuamente. Por contraste, la muchacha que estaba a su lado parecía llena de vida. Era solo de mediana estatura y sumamente esbelta, su postura erguida le daba el porte suelto y vigoroso de un joven atlético, con la pequeña cabeza alzada orgullosamente. Su boca despectiva y la barbilla firme mostraban una determinación obstinada, y los ojos azul oscuro eran extraordinariamente límpidos y fijos. Las pestañas largas y rizosas que los sombreaban, y las cejas oscuras, contrastaban con sus espesos y rizados cabellos dorados, que llevaba recortados y apretujados alrededor de las orejas.
-El resultado es digno de ser visto -dijo el norteamericano con admiración, al referirse a la última observación de su compañero.
Otro hombre más joven se unió a ellos.
-Hola, Arbuthnot. Llegas tarde. La divinidad está ya rodeada por diez filas de presuntos compañeros de baile.
Un fuerte rubor cubrió el rostro del joven, que sacudió la cabeza con aire irritado.
-Me detuvo lady Conway..., ¡esa vieja venenosa! Tenía mucho que hablar de miss Mayo y su gira. Deberían amordazarla. Creí que iba a seguir hablando toda la noche, y al final me escapé. De todas maneras, estoy de acuerdo con ella en un punto. ¿Por qué no puede esa bestia perezosa de Mayo acompañar a su hermana?
Ninguno pareció poder darle la respuesta. La orquesta había empezado a tocar y el piso estaba cubierto de parejas alegres y bulliciosas.
Sir Aubrey Mayo se había apartado y su hermana quedó de pie, rodeada de varios jóvenes que esperaban programa en mano; pero ella los alejó con una sonrisa y una resuelta sacudida de cabeza.
-Parece que esto se anima -dijo el norteamericano.
-¿Va a probar suerte? -le preguntó el mayor de los dos ingleses.
El norteamericano mordió el extremo de un cigarro con una ligera sonrisa en los labios.
-No pienso. Esa joven altanera me rechazó como bailarín cuando recién nos conocíamos. No la censuro -añadió con risa un poco embarazada-, pero su sinceridad extrema aún duele. Me dijo, con toda claridad, que no le interesaba un norteamericano que no sabía montar a caballo ni bailar. Le indiqué, muy delicadamente, que en los Estados Unidos había unas cuantas oportunidades para los hombres aparte de arrear haciendas y de bailar en los cabarets; pero me cortó con una mirada, y yo me esfumé.
»Dentro de un rato jugaré al bridge con sir Complacencia Egoísta; eso está mucho más de acuerdo con mis gustos. No es una mala persona en el fondo, si uno puede pasar por alto sus rarezas, y es un sportsman. Me gusta jugar en su compañía. Le importa un comino perder o ganar.
-Eso no importa cuando se tiene una cuenta corriente del tamaño de la suya -dijo Arbuthnot-. Personalmente encuentro el baile más entretenido y menos caro. Voy a entrar y a correr el albur con nuestra anfitriona.
Sus ojos se volvieron animadamente hacia el extremo del salón en donde la joven estaba sola, de pie, erguida y esbelta, con los tupidos y brillantes rizos que enmarcaban su pequeño rostro, hermoso y altivo, dorados por la luz. Contemplaba a los bailarines con una expresión ausente en los ojos, como si sus pensamientos estuvieran lejos del animado salón de baile.
El norteamericano empujó a Arbuthnot con una risita.
-Vaya y quémese las alas. Cuando la bella cruel haya terminado de pisotearlo, llegaré yo para recoger los restos. Pero, en cambio, si su temeridad encuentra el éxito que merece, podremos celebrarlo adecuadamente más tarde -y tomando del brazo a su amigo lo llevó hasta la sala de juego.
Arbuthnot cruzó la puerta y avanzó lentamente pegado a la pared del salón, esquivando a los bailarines y abriéndose
paso a través de grupos de hombres y mujeres de todas las nacionalidades, que conversaban animadamente. Llegó al fin al estrado en el cual aún se encontraba Diana Mayo y subió hasta llegar a su lado.
-Esto es suerte, miss Mayo -dijo, con una seguridad que estaba lejos de sentir-. ¿Tengo realmente la buena fortuna de encontrarla sin pareja?
Se volvió ella lentamente, con una ligera arruga en el entrecejo, como si su llegada fuera inoportuna e interrumpiera el hilo de sus pensamientos, pero enseguida sonrió francamente.
-Dije que no bailaría hasta que todo el mundo hubiera empezado -contestó con tono más bien de duda, mirando el salón abarrotado.
-Todo el mundo está bailando. Ha cumplido noblemente con su deber. No pierda este baile
-la exhortó, persuasivo.
Dudó ella, dándose golpecitos en los dientes con el lápiz del programa.
-He rechazado a un montón de hombres -dijo, con un gesto y enseguida se rió-. Vamos, soy conocida por mis malos modales. Este no será más que otro pecado.
Arbuthnot bailaba bien, pero con la joven en sus brazos parecía haber perdido el habla. Giraron alrededor del salón varias veces y luego se detuvieron junto a un ventanal abierto y salieron al jardín del hotel, para sentarse en un sillón de paja bajo un chillón farol japonés. La orquesta seguía tocando, y por el momento el jardín estaba vacío, iluminado débilmente por los faroles coloreados colgados de las palmeras y las luces titilantes que señalaban los tortuosos senderos.
Arbuthnot se inclinó hacia adelante, con las rodillas entre las manos.
-Creo que usted es la bailarina más perfecta que he conocido -dijo con voz algo entrecortada.