29.

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No podía sacar lo que tenía dentro guardado, le dolía y empezaba a sentirse mal. Sus heridas estaban abiertas en canal y le sangraban, le lastimaban y le punzaban. Se arriesgó, metió la mano en el fuego pensando que sería diferente y que no se quemaría, pero, terminó hecho cenizas. Se había dado cuenta de que cuanto más rápido quería que todo pasase, más insufrible se le hacía. Las horas pasaban muy lentas, los minutos pesaban y los segundos eran eternos.

Sabía que había recibido lo que se merecía, nunca aprendería. ¿Cómo había podido caer de nuevo en ese engaño? Intentar ser su amigo sólo había sido otro juego para que el golpe, esta vez, doliera más que el anterior. Había vuelto a caer en la trampa de sus ojos, su sonrisa le había vuelto a decir que todo saldría bien y que, por fin, estaría a salvo entre sus brazos, en casa. Pero no, mentiras y sólo mentiras. Cada vez que se acercaban a un precipicio caía sin remedio y sin paracaídas. Otra desilusión, otro chasco, otro cuento.

Él, simplemente, era el niño que seguía creyendo en el amor aunque le hubieran dado mil ciento quince motivos para no hacerlo. Seguía siendo el chico que sentía y vivía, con esperanzas rotas y con lágrimas tras una sonrisa.

No podía seguir así, avanzando un paso para luego retroceder dos. Tenía que pasar página y dejar atrás a la persona que más amaba para no perderse a él mismo por el camino. No, eso no era sano.

Cerró los ojos. No decía nada, sólo escuchaba. Temblaba. Sentía ruido, ajetreo y jaleo a su alrededor, pasos que iban arriba y abajo, gritos y comentarios, tonos de llamadas y risas falsas. Sabía que sería duro pero, ese día, estaba siendo frenético, ensayos que no salían como se esperaba, disputas con todo el mundo y nada de tranquilidad. Lo tenían todo en contra.

Podía haberle dado lo mejor de él, lo que nunca había dado a nadie antes. Le lastimaba pensar en todos esos juramentos que se hicieron y que nunca llegaron a cumplir, por todos los sueños rotos que se quedaron en nada. Ojalá hubiera sido todo más fácil, ojalá esa noche no hubiera existido y, ahora, no les doliese apenas un simple roce forzado.

Se estaba volviendo loco dentro de ese pequeño camerino y su mente no ayudaba. Pensaba en ella cuando no quería hacerlo. Volvía a fallar y se volvía a ahogar en sus propios pensamientos. Ella, ella y siempre ella. Cuanto más deseaba olvidarla, antes volvía a su cabeza para decirle que nunca se iría de ahí.

Tenía que alejarse, su mente le estaba matando lentamente y no podía parar. Su corazón estaba por el suelo, bajo tierra. Le costaba respirar, tenía una presión en el pecho que no podía controlar de ninguna manera. Ruido a su alrededor, dolor de cabeza. Y en su interior, no dejaba de culparse sobre lo que podía haber sido pero no fue.

Empezó a hiperventilar. Ahora sí, o salía de ahí o se caía. Pero, sobretodo, no quería mostrase débil delante de la chica de corazón frío. Durante la mañana, en los ensayos, ambos habían mantenido su compostura ante las cámaras, habían actuado como siempre, mintiendo, aunque, en privado, no se hubieran ni dirigido la palabra. Pero ahora ya no podía más, se sentía como una bomba de relojería a punto de explotar.

Entonces le vio. Cruzó la mirada con esos ojos que tantas veces atrás le habían salvado, le habían apoyado y le habían animado. Era lo que necesitaba, desahogarse y empezar de nuevo. Vaciarse por completo y renacer. No dudó ni un segundo cuando le mintió a Marta diciéndole que se iba un segundo al baño pero, antes de salir, se acercó a esa mirada amiga para susurrarle cerca de la oreja.

—Por favor, sígueme.

En ningún momento se dio la vuelta pero sabía perfectamente que le estaba siguiendo a paso ágil en la distancia, curioso de sus intenciones. Los pasadizos entre camerinos se le hacían eternos y le costó encontrar un refugio pero, esa puerta abierta al exterior estaba reclamando su atención. Era una señal.

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