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El alba se acercaba, podía sentir la luz del sol filtrándose a través de sus párpados. Quiso abrir los ojos, pero el esfuerzo resultó demasiado; se sentía cansado, adolorido, como si los interminables vagones de algún tren le hubieran pasado por encima durante horas. Su garganta ardía y el interior de su boca guardaba un desagradable sabor a sangre seca. Trató de levantarse, moverse, lo que fuera... Pero no pudo, parecía que toda la gravedad del mundo estaba sobre su cuerpo y le impedía cualquier tipo de acción... Hubo ruidos cerca de él: pisadas para ser precisos. ¿Qué demonios estaba pasando? Chūya trató de moverse otra vez, todos sus sentidos le gritaban que huyera.

Rápido.

Ya.

Pudo abrir la boca y jadeó. De repente no sólo era consciente de que algo, alguien, lo observaba fijamente. El ambiente olía a sangre, a quemado. A muerte. Y su vigilante agregaba un toque de instinto asesino a la ya perturbadora combinación. Volvió a concentrarse, pero lo único que logró fue que sus dedos apenas se curvaran y maldijo. Maldijo tan alto en su cabeza porque joder, Nakahara Chūya era un maldito ejecutivo de la Mafia Portuaria, no un bebito tirado en los restos de una catástrofe ubicada en quién sabe dónde, que no se podía defender. Abruptamente, las pisadas se detuvieron y una brisa de aire caliente le golpeó la cara:

—Estás vivo... —La voz no resultaba conocida, pero definitivamente era masculina. Clara y vibrante, sonaba sorprendida y quizás... ilusionada. Lo siguiente fue sentir la mano del extraño acariciando su cabeza y Dios, quiso apartarlo de un manotazo, ¡nadie podía tocarlo así, sin más! Para su consternación, inmediatamente después su cuerpo se elevó y la cercanía de un calor ajeno le nubló totalmente los sentidos.

De nuevo estaba inconsciente.

La segunda vez que despertó, sus ojos resultaron más fáciles de abrir. Contempló asombrado y reticente el techo color blanco, las paredes grises, la pequeña puerta de madera ubicada enfrente de él, la cama enorme y suave, las sábanas rojas que se aferraban a su cuerpo como la sangre de sus enemigos lo había hecho hace...

Como un golpe, un golpe fuerte y desconcertante, recordó. Mori lo había enviado un lunes por la tarde a Tokio para arreglar asuntos con una organización aliada, por supuesto, Chūya no contaba con que dicha organización, de aliada no tenía nada. Fue emboscado en el edificio y peleó, con todo su potencial y orgulloso de que, si moría allí, al menos se llevaría la mitad del jodido lugar. Lastimosamente sus habilidades básicas no bastaron y sin pensarlo demasiado, decidió que, ¿por qué no? No siempre iba a ser la damisela en apuros de Dazai; así que se deshizo de los guantes y cantó la frase que lo llevaría al punto sin retorno. A la infecciosa y letal Corrupción. Luego de eso los recuerdos se volvieron borrosos y confusos, pero sin duda Chūya debería estar muerto.

Debería.

Pero no lo estaba.

—¿Por qué? —Su propia voz salió más apagada y rasposa de lo normal, cosa que lo sorprendió, no obstante, sus preguntas y demás dilemas iban a tener que esperar porque el pestillo de la puerta frente a él se movió. Un chasquido y como el genio de la lámpara, un hombre delgado y vestido de blanco, con el cabello negro y largo, caído, apareció. Le sonrió lánguidamente. Sus ojos púrpuras, casi rojizos como cierto tipo de mierda que conocía, lo miraron largo rato y sin parpadear.

—¿Quién...?

—Chūya. —Su nombre fue pronunciado con sigilo y algo en las entrañas de Chūya se revolvió. Quiso vomitar. Las alarmas dentro de su cabeza volvieron a saltar pidiéndole, gritándole, rogándole, que huyera.

CorruptionWhere stories live. Discover now