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Me gustaría estar escuchando el sinfín de historias que mi papá está soltando por la boca mientras cenamos, pero la verdad es que mi cabeza está en otro lado.

Mi momento de vergüenza con el chico del ukelele azul aún está muy fresca y dudo mucho que me lo vaya a sacar de la cabeza tan rápido.

Resulta altamente estúpido preocuparse por lo que pueda pensar de ti alguien a quien ni siquiera conoces, pero no sé por qué mi mente solo puede concentrarse en ello.

— Y entonces, ¿qué piensas, Cata?

Las palabras de mi padre me regresan a la realidad.

— ¿Ah?

— Que qué piensas de lo que te he contado.

Tartamudeo.

— No sé, supongo que está bien.

— ¿Que está bien? No me estás escuchando, ¿verdad?

No contesto, pero respondo con la mirada. Mi padre me observa con desaprobación mientras mueve la cabeza de un lado a otro.

— ¿Algún día me vas a perdonar?

Su pregunta la ha pronunciado con una entonación que incluso ha logrado conmoverme. Y entonces lo miro y recuerdo cuánto quiero al hombre que tengo al frente. En este momento me olvido de las incontables lágrimas que mi madre y yo hemos derramado por su infidelidad.

— Yo ya te he perdonado, papá. Pero entiende también que no puedo tratarte como si nada hubiera sucedido. No de momento. Dame tiempo.

En ese momento, él sujeta mi mano por encima de la mesa y me dice:

— Voy a hacer lo que sea necesario para que tú y yo volvamos a ser los mismos de antes. Ya verás.

Yo le sonrío disimuladamente y así los minutos transcurren mientras continuamos cenando a la vez que hablamos de otros temas mucho más banales.

Cuando ambos terminamos de comer, mi padre se levanta de su asiento con dirección a la caja para pagar la cuenta y, casi en el mismo instante en que él empieza a alejarse de nuestro sitio, veo que una pareja ingresa en el local.

Es Fabián.

Acompañado.

De una chica.

Que desde luego.

No soy yo.

Ambos pasan cerca de donde estoy ubicada y, en ese momento, por alguna razón, Fabián me mira y me dedica una sonrisa. No me dice nada, solo hace eso y se esfuma sin más de mi campo visual. Y lo entiendo. No tenemos la suficiente confianza como para saludarnos. Solamente somos dos tipos que cruzamos gestos con extrañeza siempre que podemos. Es todo.

No volteo a verlos, pero puedo advertir por el movimiento de sus sombras que ambos se han sentado ya alrededor de una de las mesas más recónditas del lugar.

Y entonces, mi padre regresa con una bolsa en la mano.

— No creas que me he olvidado de tu madre.

Yo trago saliva, le dedico una sonrisa forzada y me levanto del asiento para que nos vayamos lo antes posible.

Él camina detrás de mí y, antes de abandonar el restaurante, volteo a ver a Fabián. Ya no me presta atención. Toda la tiene ella.

Cuando llego a la calle siento una punzada en el pecho y no entiendo por qué.

— ¿Quieres manejar hasta casa? —me pregunta mi padre extendiéndome un manojo de llaves.

— Sí —le contesto de inmediato.

Espero que no se enoje si sobrepaso el límite de velocidad. Hoy tengo excusa. Por Fabián. Y por el chico del ukelele azul.

El chico del ukelele azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora